lunes, 3 de mayo de 2010

Terceros tiempos

Mi primo J. jugaba al rugby en la posición de ala. Y no lo debía de hacer mal pues jugaba en División de Honor en un equipo de Valladolid, donde vivía. Y no lo debía de hacer nada mal pues también era convocado habitualmente por el seleccionador nacional, un neocelandés. Estaba yo por Madrid, a mitad de los noventa, cuando me llamó para decirme que aquel fin de semana jugaba, en el campo de la Ciudad Universitaria, un partido con la Selección y que, si quería ir, él me podía conseguir entradas. Por supuesto. Allí estaré. ¿Contra quién jugáis? Contra Gales. ¿Contra Gales? Sí, sí. Gales. No me lo perdería por nada en el mundo.

El viernes antes del partido, otro primo, Fran, y yo pasamos por el hotel donde estaban concentrados. Llegamos en plena hora de la cena. J. pidió permiso al seleccionador y salió un rato a charlar con nosotros. Estaba radiante. Aparte de jugar al rugby era un enamorado de su deporte y aquel no era un partido cualquiera. Era contra Gales, un equipo del Cinco Naciones. Sabía que iba a ser suplente pero también sabía que aquel iba a ser el partido de su vida. Estuvimos un ratillo con él, le deseamos suerte y quedamos en vernos al día siguiente después del partido.

Ambientazo. El cielo encapotado, lloviendo a ratos. Estaba el campo lleno, con más galeses que españoles. Todos los galeses, pero todos, completamente tajados. El campo de la Universitaria tiene unas gradas y, por arriba, unas explanadas con césped. Allí nos situamos. Tenía yo verdadera gana de escuchar a los galeses cantar su himno. Pensaba que iba a ser algo solemne y emotivo y al final no resultó más que unos borrachos cantando. Terminaron los himnos y nos sentamos. Mi primo, como ya nos había adelantado, estaba en el banquillo.

Comenzó el partido. Los galeses seguían cantando y, aparte de eso, allí sólo se oía de manera constante el ruido que hacían los botes de cerveza al abrirse. Aquello sí que era un himno. Fran y yo nos miramos. -¿Qué hacemos? -Ya voy yo, no te preocupes. El partido lo patrocinaba Águila Master y había puntos de venta cada cinco metros por lo menos. La cerveza no era gratis pero sí muy barata. Y nos tomamos dos botes. Y otros dos. Y dos más. Y nos hicimos amigos de los de al lado. Y les invitamos. Y ellos nos invitaron a nosotros. Y nos hicimos fotos. Y nos pusimos a cantar. Y por abajo creo que seguían jugando. Y Gales nos estaba dando un repaso de impresión. Y mi primo seguía en el banquillo. Y seguíamos cantando. Y Gales anotando. Y más cerveza. Y más amigos. Y más fotos. Y cómo me gusta el rugby. Y viva el rugby. Y el partido seguía. Y mi primo en el banquillo. Y seguía. Y más cerveza. Y seguía. Y terminó el partido y jugaron todos los de la selección menos mi primo.

Nos despedimos de los grandes amigos del alma que habíamos hecho durante el partido con enormes abrazos. Les di mis señas para que me enviasen las fotos (nunca llegaron) y bajamos al campo a esperar a J. Éste llegó completamente desencajado. Nosotros estábamos como estábamos y J. sólo tenía ganas de llorar. De hecho, en el vestuario, cogió sus trastos, le dijo al seleccionador algo sobre su madre y a dónde se tenía que ir a tomar por. Nunca volvió a la Selección. No sabíamos qué decirle. No podíamos decir nada. Nos despedimos de él y, para calmar la desazón que nos había quedado, Fran y yo nos tomamos otras dos cervezas.

Pero esta historia no acaba bien. Unos diez años después J. vivía en Cáceres, donde trabajaba, junto a su mujer y sus dos hijos. Tenía entonces treinta y cuatro años. Seguía metido en el rugby, entrenando a equipos de chavales y como jugador entrenador de un equipo en una categoría inferior. Un miércoles, después de comer, empezó a sentirse mal. Aquella noche tenía una fiebre altísima. El jueves a media mañana estaba muerto. Meningitis. Aquel viernes, en el tanatorio en Valladolid, estábamos casi todos sus familiares. En un momento dado Fran y yo nos quedamos solos y nos miramos. -¿Cuántas veces has pensado en las últimas horas en aquel partido de rugby? -Las mismas que tú. Exactamente las mismas que tú. Y nos abrazamos. Y empezamos a llorar. Y odiamos a aquel seleccionador por haber amargado el día que pudo haber sido el más bonito de la vida deportiva de mi primo. Y sentimos todo lo que se siente en esos momentos cuando alguien que quieres se muere así, de repente, sin más. Y nos planteamos lo de siempre. Y sentimos la impotencia que se siente cuando quisieras hacer algo y no puedes, cuando quisieras decir algo y no sabes. Sólo sabíamos abrazarnos. Abrazarnos y llorar.

8 comentarios:

3'14 dijo...

Una historia conmovedora, y yo que soy de la lágrima fácil, aquí me tienes, llorando.

Arual dijo...

Buff que historia!

Alex Maladroit dijo...

Vaya final, amigo. Supongo que tocó el maorí sin corazón. Quizá haya entrenado a un amigo mío extremeño, juega al rugby por aquellas tierras. En fin, que descanse, allá jugará contra Charlie Pugh.

SisterBoy dijo...

Vaya me recuerdo a la historia de G. (omito el nombre por razones que comprenderan) héroe local del equipo de mi pueblo. Era tan bueno que incluso fue "ojeado" por alguien del Atlético de Madrid para hacerle una prueba.

No se hablaba de otra cosa en los ábmitos futbolísticos de la villa. Pero llegó el gran día y el bueno de G. estaba tan tenso que, ante una indicación emitida en un tono algo desconsiderado (era madrileño ustedes comprenderán)por uno de los técnicos rojiblancos, perdió los nervios y comenzó a insultarle a él y a todo el que se puso por delante.

Como es lógico allí mismo acabó su sueño y los del resto del pueblo. A partir de ese momento G. fue cuesta abajo como si de un corrido o un tango se tratara y termino sus días en la perdición. Falleció hace algunos años cuando literalmente le estalló la cabeza despues de un farra.

Siempre me acordé de él como "el chico que pudo haber jugado en el Atlético de Madrid". Toda una vida reducida a un isntante.

El Impenitente dijo...

No era maorí. Era descendiente de algún presidiario de la peor ralea que los británicos deportaron allí.

¿G. es de Garrincha? Las historias de los juguetes rotos siempre son demoledoras.

Slim dijo...

que pena de historia.

GARRATY dijo...

Joder, yo tengo 34 años. A veces las palizas que aguantamos haciendo deporte nos dan una falsa sensación de indestructibilidad cuando, en realidad, somos figuritas de cristal en medio de un terremoto.

El Impenitente dijo...

Somos figuritas de cristal pero tenemos que actuar como si fuésemos indestructibles. No nos queda otro remedio, especialmente si llevamos mochila a la esalda.