sábado, 18 de octubre de 2025

Varios

Dentro de “El jinete polaco”, de Muñoz Molina, hay trozos especialmente densos. Complejos. Reflexiones. Pensamientos. Sentimientos. En estos fragmentos, me atasco. Leo. Releo. Puedo entender qué quiere decir, aunque me pierdo en cómo lo está contando. Y no avanzo. Me quedo atorado en esas palabras. En esas frases. Y viene a mi mente entonces un símil que jamás había sentido leyendo: recuerdo cuando en las películas de Tarzán caían atrapados en las arenas movedizas. Así me siento, impotente mientras me hundo. Y busco entonces con desesperación en las líneas, en los párrafos siguientes algo donde agarrarme para salir de allí antes de que esas palabras me devoren. Y al salir, nunca miro atrás. Nunca vuelvo. Sigo avanzando, aliviado, dejando sólo un instante para respirar y para pensar en cómo una expresión tan bella como es arenas movedizas puede ser tan cruel, tan terrible.


Al bar de la piscina de la aldea del Secarral llevaron aquella noche un pinchadiscos (que suena mejor que DJ). Era el fin de semana previo a las fiestas. La terraza estaba concurrida, siendo la clientela en su mayoría cuarentona y cincuentona. La música que sonaba estaba siendo muy obvia. Y el que pinchaba, no es que estuviese siendo profesional. Es que esa sesión se la sabía de memoria. El orden de las canciones. El manejo de los tiempos. Cómo ir progresando hasta llegar al momento en que el público estuviese maduro (o macerado) para ponerlo en pie. Muy previsible. De repente, se salió del guion.


Y supe que aquel tío estaba poniendo esa canción para él mismo. Sé lo que estáis esperando. Sé lo que queréis. Sé hasta cuándo lo queréis. Y lo vais a tener. No voy a dejar de pensar en vosotros, pero, antes, dejadme un instante para mí, una canción. Sólo una. Luego, la noche será vuestra. Dejadme antes un esqueje de esta noche para mí.

Y, sin conocerlo de nada, aquel tío me cayó bien.


Por circunstancias familiares, paso tiempo últimamente en una residencia de ancianos. Y observando, no puedo dejar de preguntarme hasta qué punto es ético que la medicina siga logrando que la esperanza de vida del ser humano aumente cuando ni el cuerpo de los hombres (y mujeres) ni su mente están preparados, en su inmensa mayoría, para vivir con dignidad esos años de propina que la ciencia les ha conseguido.


"Sueños de un seductor", "Interiores", "Annie Hall", "La última noche de Boris Grushenko", "Manhattan", "Misterioso asesinato en Manhattan", "El Padrino (I, II e, incluso, III)". ¿Cómo no nos íbamos a enamorar de Diane Keaton?


Gracias.

domingo, 12 de octubre de 2025

El morado es el más caro

Dice mi hermana MJ que una de las taras que tenemos como generación es nuestra incapacidad de mantener la atención de manera prolongada. Ella lo achaca a todas las misas que nos tuvimos que tragar cuando éramos niños. Desarrollamos entonces una gran capacidad de aislarnos, de evadirnos, de ensimismarnos mientras nuestro cuerpo actuaba como un autómata, y eso nunca dejó de acompañarnos. Nos hablan, parece que escuchamos atentamente, incluso repetimos la última palabra de cada frase de nuestro interlocutor, nos reincorporamos rápidamente a la conversación (esta habilidad también la tenemos muy desarrollada) o a la discusión, pero a saber dónde ha estado nuestro pensamiento en todo ese momento.

No discuto con mi hermana. Suele tener razón. Yo no sé si elevaría esta tara al estatus de generacional o la dejaría en el nivel doméstico. Ni tengo datos ni voy a buscarlos, pero, ¿que si a mí también me pasa? Por supuesto que me pasa.

Un ejemplo: los espectáculos de fuegos artificiales (en Valencia, castillos). Mira que he ido. Sobre todo en Fallas. En realidad era algo social. Quedábamos, íbamos todos juntos, lo veíamos y luego ya, pues de verbena o donde fuera. Pero, durante el castillo, yo estaba en todas partes menos allí. Me fijaba en los de al lado, pensaba en mis cosas. Cuando notaba que estábamos en el final, volvía y esperaba a que los demás aplaudiesen, por si acaso. Tengo que reconocer que los castillos mejoraron cuando a Maroto se le ocurrió contarnos que el color morado era el más caro ya que el producto químico de cuya combustión se obtenía era el más costoso de conseguir. Encontramos (encontré) un entretenimiento superior al espectáculo en sí: ver cuánto morado había en el castillo. Y así –qué caro. Carísimo. Qué despilfarro. Luego se quejan de que no les alcanza el presupuesto. O –qué cicateros. Qué miserables. Racaneando de aquí y de allá. Un castillo incompleto. Mutilado. Lo quieren todo para ellos. Qué vergüenza. Pero, sin el morado, terminaba el castillo y yo no tenía nada que contar sobre él.

Los castillos más importantes en Valencia son los de Fallas, desde luego. Pero el que tiran la víspera del nueve de octubre (Nou d’Octubre) no es menor. Para esta fecha hicieron varios experimentos. Inventaron un concurso exhibición, con tres participantes, dos foráneos y uno local. Era como en el chiste: el holandés, el gallego y el valenciano y donde siempre ganaba el valenciano. Si en un castillo me disperso, en tres (teniendo en cuenta que los dos primeros no eran tan ruidosos como los locales y sí más sutiles y delicados), me daba tiempo a dar varias vueltas al mundo. Luego tuvieron otra época en que hicieron las castillos piromusicales (hubo otra variedad un año: el castillo piropedomusical, pero me reservo contar ésta). Sonaba la música por altavoces y se suponía que los fuegos iban acordes a la melodía y al ritmo. En uno de aquellos castillos sonó el “canon de Pachelbel” y una pareja que tenía delante entró en éxtasis escuchándolo, levantando sus manos y oscilando sus brazos como si se mecieran en el oleaje. Me resultó tan grimoso aquel momento que aborrecí la pieza y no me reconcilié con ella hasta hace muy poco, cuando volví a ver “Volver a empezar”, de Garci (abro paréntesis para decir que nunca ha habido ni habrá actores como Encarna Paso, Antonio Ferrandis, José Bódalo y Agustín González), donde esa obra es fundamental. Luego, creo, se dejaron de experimentos.

Todo esto que estoy contando ocurrió en el siglo pasado. Los castillos los tiran muy tarde. Siempre a partir de las doce (la Nit del Foc, incluso, y hasta hace poco, a la una y media). Y, para mí, ahora, no son horas. Y entre eso, el ir con tiempo para coger sitio, y luego pasarme todo el rato abstraído, aunque me ría solo cada vez que sale el morado, pues no me compensa. Prefiero madrugar. Y no lo echo nada de menos.

A los únicos fuegos artificiales a los que voy son los del Secarral (aquí, la pólvora). Bastante más modestos (el presupuesto no es el mismo), aunque sin escatimar en morados, tienen su peculiaridad. Tiran una primera parte, de la cual nunca me entero. Luego iluminan una imagen, la banda toca el himno de España y aquí es cuando vuelvo, y ya hago el esfuerzo de concentrarme en lo que queda, que es breve y es el final.

En Valencia, los castillos los tiraban en la plaza del Ayuntamiento. Luego, por aforo y por seguridad, los sacaron a la Alameda. Más recientemente los han movido y primero los montaban en la prolongación de la Alameda, junto al puente de Monteolivete y ahora ya, directamente, sobre el puente. Es decir, que tiran los castillos al lado de mi casa. No es que los oiga a lo lejos. No. Los tenemos dentro. Aún así, no son horas. Los escucho en la cama. No hago ni el amago de asomarme ni de bajar a verlos y, cuando terminan, sigo durmiendo.

Este miércoles, ocho de octubre, al volver de trabajar, vi que estaban montando el castillo sobre el puente. Y a las diez de la noche, comenzaron a dispararlo. Lo adelantaron debido a la alerta por lluvias (ahora encadenamos una con otra. La ley del péndulo). Estaba ya tumbado en la cama, leyendo. Me incorporé y pensé –venga, vamos a verlo.

Me asomé al balcón y no voy a decir que se veía perfectamente, porque tenemos un edificio de cien metros de altura delante que tapaba una parte, pero sí que se veía bastante bien.

Qué barbaridad de castillo.

Pero qué barbaridad.

Fueron veinte minutos espectaculares. No soy técnico. Llevaba años sin ver un castillo de esta envergadura. Vi muchas figuras que no había visto. Estaba con la boca abierta. Había morado por todas partes. Y no me distraje en ningún momento.

En ningún momento.

Pensaba que la edad lo único bueno que me había traído era la presbicia, que me permite ver de cerca sin gafas perfectamente.

A ver si ahora también me ha traído una capacidad de atención más poderosa.

Tengo que hablar con mi hermana.

lunes, 6 de octubre de 2025

Las memorias y el futuro

Dentro de “El jinete polaco”, de Antonio Muñoz Molina, se nos cuenta la historia de Florencio Pérez Tallante, inspector y luego subcomisario en la policía de Mágina (trasunto de Úbeda) y, también, poeta. No tenía nombre de policía ni tampoco maneras. Nunca resolvió un caso ni arrancó una confesión, siendo sus momentos preferidos cuando podía dedicarse a no hacer nada y a medir endecasílabos (lo cual me parece una profesión fabulosa. Perdone, usted ¿a qué se dedica? ¿Yo? Mido endecasílabos. Qué suerte). Tampoco tenía nombre de poeta, aunque era su género predilecto, puesto que consideraba la prosa como algo menor. Escribía en el reverso de formularios oficiales y le gustaba enviar poemas a concursos, siempre bajo seudónimo. Alguna vez ganó algún premio, pero nunca fue a recogerlo. Por falta de valor. Y por vergüenza.

Cuando llegó su jubilación confiaba en que le hicieran un gran homenaje. No ocurrió. Sólo tuvo una reseña en el periódico local. Viudo, se fue a vivir a casa de su hija y de su yerno, el cual lo menospreciaba sin disimulo, y pensando en cómo llenar su tiempo, decidió apartar la poesía, subir de categoría la prosa y empezó a escribir sus memorias.

Y comenzó a escribirlas en la parte de atrás de formularios del carnet de identidad (que se había llevado, vergonzosamente, a casa). Y sintió un miedo atroz a morirse antes de que pudiera completarlas. No murió. Las terminó. Enseguida. Con tristeza vio los no demasiados folios que ocupaban. Y el tiempo que tenía todavía por delante. No se desanimó. Y siguió escribiendo. Continuó con sus memorias. Sus memorias del futuro. En ellas iba resolviendo todos sus problemas familiares o bien contaba un viaje a Madrid, volviendo a recorrer los lugares que visitó antaño. Murió durante los preparativos de su homenaje por sus bodas de oro con la policía y la literatura que el Círculo Cultural y Recreativo de Mágina le iba a ofrecer. Ni siquiera en sus memorias tuvo su reconocimiento.

Éstas son las historias que, cuando uno las lee, inmediatamente piensa en sí mismo. No tanto por empezar a escribir mis memorias (queda un poco cínico decir esto cuando llevo casi un tercio de mi vida escribiendo en este cuaderno y en alguno anterior y siendo, normalmente, el protagonista) sino por cómo serían esas memorias del futuro que uno escribiría.

Lo primero que se viene a la cabeza serían cosas gloriosas. Narrar cuando, ya jubilado, marcaría el gol (a pase de Fernando Torres) que le daría la Copa de Europa al Atlético de Madrid. O contar metro a metro la final olímpica de ochocientos en la cual ganaría el oro derrotando, ya que nos ponemos, a Joaquim Cruz y a Sebastian Coe. Y también, reflejar mi sorpresa cuando me dieran el Premio Nobel, preferentemente el de literatura (tengo tantas probabilidades de ganar éste como el de medicina, pero son mis memorias, ¿no?). Las dos primeras cosas serían felicidad pura. La tercera, confieso que me haría ilusión no tanto por ganarlo como para que rabiasen todos los mendrugos con los que me toca coincidir allá donde vaya.

Esto sería lo primero (pensaba añadir llenar Wembley no sé cuántas noches consecutivas interpretando mis canciones, pero esto ya sí que me pareció disparatado. Lo anterior, no). Luego me entró cierto cargo de conciencia. Critico la vanidad y sus estragos y me dejo arrastrar por ella a la mínima. Y me pregunto hasta qué punto no seré un frustrado por no haber logrado un reconocimiento masivo cuando mis primeros pensamientos, en cualquier oportunidad, van hacia los focos y el oropel. Una vez serenado, me di cuenta de que mis memorias futuras serían muy parecidas a las pasadas sólo que llenando el tiempo a voluntad, sin interferencias: la familia, nuestros paseos, nuestros viajes, la evolución de nuestros hijos, correr, mis tardes viendo atletismo, ciclismo, snooker, deporte, los partidos del Atleti, el Secarral, leer, los amigos, nadar, la bicicleta, ver películas, escuchar música, descubrir canciones, escribir…

Antes de viajar a Las Vegas donde actuaría diez noches seguidas con todo vendido.

martes, 30 de septiembre de 2025

Lo importante

Sanfélix y yo solemos quedar casi siempre en la misma esquina, donde también nos despedimos, especialmente si vamos hacia el centro. Una de las últimas veces, a punto de irnos, señaló una pared medianera y dijo: cuando Morsa y Trozo se encontraron.

No tiene uno bastante con sus obsesiones para asimilar también las ajenas. No suelo fijarme en las pintadas. Sí en los murales o en los textos (aquí tres ejemplos). Pocos encuentro que me gusten. Los artistas urbanos, que así se denominan aunque se dedican a firmar, no sólo no me convencen sino que me llevarían a modificar el código penal si tuviera el más mínimo poder. Y ahora voy por ahí, mirando, pendiente. Trozo es más activo. Morsa, más calmado. Por separado están incompletos. Son tristeza. No son.


Cuando están juntos, tengo que compartirlo con Sanfélix. Trozo y Morsa. Apolo y Dionisos. Daoíz y Velarde. Justo y Pastor. Ginger y Fred. Manolo y Ramón. Indivisibles. Sin sentido por separado. Inconcebibles. Su unión es nuestra fuerza. Nuestra alegría. Nuestro equilibrio.


Y su distancia es nuestra zozobra. ¿Se están dando un tiempo (creo que se dice así ahora)? ¿Crisis? ¿Es la distancia el olvido? ¿No? ¿Lo superarán? ¿Lo superaríamos nosotros?

No.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

Los complejos

Enrique Jardiel Poncela estuvo contratado por los estudios de la Fox en Hollywood y pasó allí dos temporadas: de septiembre de 1932 a mayo de 1933 y de julio de 1934 a abril de 1935. La Fox, durante un periodo, produjo y rodó, en Hollywood, películas en español, casi todas protagonizadas por Catalina Bárcena, española ella, que no llegó a convertirse en una estrella, aunque sí que fue una celebridad en su época (si alguno la había oído nombrar, que levante la mano).

A su vuelta, Jardiel empezó a escribir artículos sobre sus viajes y prometió un libro donde contaría sus peripecias estadounidenses. No cumplió. Años después de su muerte, su editorial los recopiló junto a otros textos y relatos olvidados en un libro que se tituló “Lo difícil que es pisar el asfalto en Broadway”.

Me lo estoy leyendo. Y, como ya imaginaba, entra en la categoría de libros leídos a destiempo. Ya conté cómo han envejecido los libros de Jardiel en mi gusto. La pregunta, entonces, es inmediata: ¿por qué lo lees? Hombre, es Jardiel Poncela. No es lo mismo ahora que lo que pudo haber sido en otro tiempo, ya lo sé. Pero, aun así, me resulta muy entrañable. Y tiene fogonazos, algunas veces, bastante buenos. Y el monólogo que le escribió a Catalina Bárcena, y que ésta iba interpretando por los distintos teatros a su vuelta de Hollywood (me temo que el invento de los monologuistas no es reciente) tiene momentos muy brillantes.

Hay otros libros que me resultan más difíciles de justificar el haberlos leído. Y aquí entrarían mis complejos culturales. Alguna vez me planté y dije -hasta aquí. Esto es insoportable- a sabiendas de que sería mirado por encima del hombro (“La náusea” de Jean Paul Sartre. “Memorias de Adriano”, de Marguerite Yourcenar. "Salambo", de Gustave Flaubert). Pero otros los terminé sin disfrutarlos nada. Más bien, sufriéndolos. “Moby Dick”, de Herman Melville. “Por el camino de Swan”, de Marcel Proust. “Retrato de una dama” y “Las alas de la paloma”, de Henry James. Y los terminé porque soy un acomplejado. Porque me avergonzaba rendirme. Porque quedan bien en mi currículo lector. Porque dan esplendor, aunque el esplendor se diluye, sospecho, en cuanto doy mi opinión sobre los mismos.

Estos complejos me han llevado a insistir en algunos autores. Por ejemplo, León Tolstoi. Cinco libros me he leído de él: “Ana Karenina”, “Guerra y paz”, “La muerte de Iván Ilich”, “Resurrección” y “La sonata Kreutzer”. ¿Me gustó alguno? Bueno, “Ana Karenina” tiene momentos mejores, especialmente el personaje de Levine, el único defendible. Pero no, no me gustaron, ni cuando escribía sobre sus condes, príncipes y duques ni cuando le dio la vena mística, para disgusto de su mujer (esta crisis espiritual está muy bien contada dentro de “Momentos estelares de la humanidad”, de Stefan Zweig). Se leen bien, pero, bueno, a mí me pareció que Tolstoi no es para tanto. ¿Entonces? ¿Cinco veces tropezaste? Sí. Los complejos. Puedo contar (y hacerme el interesante, como en este texto) que lo he hecho. Y queda bien. ¿Me ha resultado útil? ¿Productivo? Hombre, no perdí el tiempo leyéndolos. Aunque pude haber aprovechado ese tiempo de lectura mejor, desde luego.

Lo que me ocurrió con Tolstoi, me pasa también con Antonio Muñoz Molina. Cuatro libros suyos he leído: “Beltenebros”, “Plenilunio”, “Carlota Fainberg” y “El invierno en Lisboa”. Esa prosa lenta, intensa, rica, torturada, pariente lejana (lejanísima) de (superdiós) William Faulkner o de (semidiós) Joseph Conrad, no me conmueve. Ni siquiera atraviesa la superficie. Alguna frase de vez en cuando. Algún personaje. ¿He tenido suficiente? Pues debería. Pero encima de mi mesita está “El jinete polaco”. Y cuando acabe con Jardiel me temo que le llegará su turno. Porque mis complejos son más fuertes que mi inteligencia.

miércoles, 17 de septiembre de 2025

El coleccionista

Nos fuimos Fernando y yo a correr a La Almarcha. Allí me encontré con tres sorpresas: la primera, la subida a la iglesia. Y como la carrera eran dos vueltas, dos veces tuvimos que hacerla. Qué cuesta. Cómo no sería que, volviendo para Valencia, me desvié para mostrarle a Ana por dónde nos meten para hacernos penar (no era la primera vez. La cuesta del cementerio de Montalbanejo. La carrera de la Hoz del Huécar. No sé cómo llamar a esto. Turismo por los hitos del padecimiento corredor).

La segunda sorpresa, ver que muchas de las portadas de los corrales o de las naves estaban decoradas pues habían pintado murales en ellas. Murales muy reconocibles para un boomer, que dirían mis hijos. Se veían un tanto descoloridos, aunque todavía en buen estado. Y era muy agradable pasar corriendo junto a la lengua de los Rolling Stones, la carátula del “The dark side of the moon” de Pink Floyd (y las pirámides que salen en el interior de dicho disco), el retrato de Marilyn Monroe de Andy Warhol o la portada del “Tubular Bells” de Mike Oldfield. Y sentirte animado por ellos.

La tercera fue que, yendo a recoger el dorsal, en mitad de la cuesta de la iglesia, a la derecha, volví a encontrarme con ella.


Me hizo la misma ilusión. La ilusión del coleccionista de nombres.

Estábamos en plena ruta ciclista cuando lo vimos. Venía andando, empujando la bicicleta. La llevaba pinchada y no tenía nada para arreglar el pinchazo. Avanzaba esperando a que vinieran desde la Alberca a recogerlo. Como Bernardo lleva siempre un taller encima, a los cinco minutos ya tenía la rueda reparada. En el ínterin nos estuvo el hombre contando que estaba marcando un recorrido. Aquí no me enteré bien. Algo así como una antigua ruta de comercio o de trashumancia que querían recorrer y promocionar. Y no me enteré bien porque nos contó que el final de aquel camino estaba en una localidad llamada Cadalso de los Vidrios.

Y ya no escuché más.

Cadalso de los Vidrios.

Qué bien me sonó.

Y me dediqué a deleitarme.

No he estado nunca. Ni sabía que existía.

No sé si iré.

Pero este nombre ya está en mi colección.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

En la muerte de Rick Davies

Ha muerto Rick Davies. Hablar de Rick Davies es hablar de Supertramp. Y hablar de Supertramp es volver. A los años en que todo era importante y todo se quedó grabado. A los años en que las canciones, los grupos, decían tanto de nosotros y nos definían. A los años en que nos prestábamos los discos en clase y los mostrábamos orgullosos. A los años de granos, poesía y gafas de pera. Está tan ligado Supertramp a aquellos días que, cuando los escucho, vuelvo a entonces. Y al leer que Rick Davies había muerto, pensé, como agradecimiento, el recorrer de nuevo ese camino. Y enlazo mis nueve puertas favoritas para comenzarlo.

Rosie had everything planned (el vals que bailaría si tuviera que bailar un vals).


Hide in your shell (¿Cuántas canciones caben en ésta?)

Asylum (¿Y en ésta? No sabía si seguiría siendo mi favorita, y sí, lo sigue siendo).


Another man’s woman (para nosotros, la canción de "Informe Semanal").

Lover boy (Cuando pienses que ha terminado, te quedará lo mejor).


jueves, 4 de septiembre de 2025

La más recóndita memoria de los hombres

¿El tiempo es asesino? Sí, nos revienta la ilusión de que nuestras heridas son únicas. No lo son. Ninguna herida es única. Nada humano es único. Todo se vuelve espantosamente común con el tiempo.

Hubo una época, siendo un chaval, en que me preguntaba hasta qué punto mi vida había sido ya vivida y cuántas veces; si todo lo que decía ya había sido dicho; todo lo que escribía, escrito; todo lo que pensaba, pensado; todo lo que hacía, hecho. Como no obtuve respuesta (tampoco recuerdo que la buscara. Me temo que era una pose para hacerme el interesante. No funcionó), seguí viviendo, diciendo, escribiendo y haciendo sin cuestionarme cuánto había de singular y cuánto de común en mí. Al leer este texto, recordé aquel periodo. No tuve la tentación de volver a preguntarme. Será porque, también ahora, me resulta indiferente la respuesta (y porque ponerme interesante ya pasó de vergonzoso a ridículo).

Leí la cita en “La más recóndita memoria de los hombres”, de Mohamed Mbougar Sarr, libro que me recomendó y prestó Kyezitri. Llevo varios días pensando si escribir sobre él o no. Por una parte, siento que tengo que hacerlo. Por otra, no sé bien qué contar.

Faulkner escribió, a través de un personaje de “El ruido y la furia”, que un hombre es la suma de sus experiencias climáticas. Igual resulta extraño si defino este libro así, una experiencia climática, pero no se me ocurre otra manera.

El autor se reconoce deudor de Roberto Bolaño. El título está extraído, de hecho, de “Los detectives salvajes”. Y la trama, la búsqueda del escritor T. C. Elimane, autor de “El laberinto de lo inhumano”, te lleva a dos de las partes de “2666” del chileno (otra experiencia climática), donde seguían el rastro del escritor alemán Benno von Archimboldi (y también, al menos a mí, uno de los tramos me acercó a "Beltenebros", de Antonio Muñoz Molina. Esta influencia no la he visto reconocida).

Aunque reducir este libro a su trama es quedarse en una infinitésima parte.


El edificio de la foto está en Valencia, en Benimaclet. Se llama “Espai verd”. Admiro la mente del hombre que lo concibió. Admiro al ingeniero que calculó su estructura. Admiro al jefe y al encargado de obra que tuvieron que construirlo. Mi capacidad está demasiado limitada para llegar a imaginar o comprender cómo se pudo levantar este edificio. No puedo simplificarlo, abarcarlo, esquematizarlo, encontrarle una explicación, una lógica, un orden, un sentido.

Leyendo “La más recóndita memoria de los hombres”, me acordaba de este edificio. Porque me ha impresionado la estructura del libro, la forma que ha escogido el autor para contar su relato. Me sentía superado cada paso que daba leyendo ante la envergadura de cómo se narra la historia. Desbordado. Insignificante. Limitado.

Hay un narrador principal, que es quien persigue la figura de T. C. Elimane. A partir de ahí se mezclan textos, testimonios, recuerdos, vivencias, personajes, lugares. Se combina el pasado con el pasado y con el presente. Todo confluye hacia Elimane, pero lo hace desde distintos puntos y periodos. No es un acercamiento lineal. Es como si estuvieras en treinta sitios a la vez y te fueras acercando desde los treinta.

Algún tramo me sonó desafinado. El narrador principal, se supone que alter ego del autor, tiene un sopapo de órdago con la mano vuelta. Menudo cretino presuntuoso y pedante. No me resultaba creíble que sus interlocutores, seres de una pieza con un bagaje descomunal, lo tomaran en serio y se confiaran a él. Ni tampoco sus exhibiciones gimnásticas. Algunas casualidades que se encuentran en el libro son demasiado casuales. Y en algunas fases, tenía la sensación de que se podía haber contado lo mismo con menos palabras, que parecía que el autor confundía escribir con mostrar cuánto vocabulario tiene.

Pocos tramos fueron. En la mayoría me sentí desarbolado, abrumado, avasallado, estupefacto, asombrado. Como en medio de una tormenta. De una tormenta perfecta.

De una experiencia climática.

Y aunque nada humano es único. Aunque todo se vuelve espantosamente común con el tiempo, tal vez no todo esté ya vivido. Tal vez no todo esté ya dicho. Tal vez no todo esté ya escrito. Tal vez no todo esté ya hecho.

Tal vez no todo esté ya leído.

jueves, 28 de agosto de 2025

El peldaño superior

Estábamos tomando el aperitivo. Cuatro éramos: mi hermano, dos amigos de siempre y yo. Empecé a contrales una anécdota. A mitad estaba cuando llegó un conocido. Lo saludamos. Charlamos un rato con él. Se fue. Iba a seguir con el relato en el punto en que lo había dejado cuando pensé -voy a esperar a que me pidan que continúe. No lo hicieron. Empezaron a hablar de otra cosa. Me quedé pensando -ya no eres ameno, Car. Ya eres, oficialmente, un cansino.

Me fastidió. Mira que repito veces que soy un señor mayor cansino, pero, joder, era broma. Y ahora resulta que es verdad. No lo acepto. Debiera sentirme orgulloso por haber llegado a este estado, pero veo que aún me faltan unos cuantos peldaños. Ahora me noto acomplejado. No quiero molestar. No quiero ser un pesado. No me siento cómodo cuando hablo. Me impongo frases cortas. Apostillas breves y, a ser posible, que aporten. Y nada de contar historias. Guardo mi anecdotario bajo llave, a la espera de subir los peldaños.

Allí estábamos, Gonzalo y yo, comiéndonos nuestro almuerzo en el banco junto al Museo de la Molienda, en el balcón de La Mancha. Las bicicletas reposaban a nuestro lado. Cercanos teníamos a un grupo de ciclistas que conversaban con un hombre de más de setenta años. Éste iba vestido de calle y estaba subido a una bicicleta BH antigua de paseo. Se fueron los ciclistas. Llegó a nuestra vera el hombre de la BH.

-Buenos días.

-Buenos días.

Y empezó a hablar.

Nos contó que era de Mota. Y también su infancia. Su adolescencia. Sus años en Madrid. Su trabajo. Su familia. Su afición al ciclismo. Sus rutas favoritas. La enfermedad de su mujer. Sus enfermedades. Sus planes. Sus recuerdos. Llevaba cerca de diez minutos sin parar cuando se calló, nos miró, y dijo:

-Hablo mucho, ¿verdad?

-No se preocupe. Sólo estamos respetando su turno. Espere a que empecemos nosotros.

-Es que tengo que hacerlo. El neurólogo me ha recetado dos cosas: que haga deporte y que hable. Y yo soy muy obediente.

Y se fue a por un grupo de paseantes incautos que acababan de llegar.

Nos quedamos aún un rato en el banco, reflexionando. Porque hasta ese momento pensábamos que el camino dentro de la cansinez empezaba con la vergüenza, los complejos y la timidez y terminaba, una vez asumido, en el cansino orgulloso. Pero acabábamos de descubrir que estaba incompleto, que hay un peldaño superior, protegido por la sensiblería: el cansino por prescripción facultativa. Y aquello fue una revelación. Aún me queda trecho. Esto acaba de empezar.

sábado, 23 de agosto de 2025

Porque en agosto, por las noches, refresca: fotografías


En todas partes. En cada rótulo. Don Quijote. Sancho. Dulcinea. Rocinante. En un lugar de La Mancha. Donde mires. No te alborotes, porque vas a la tierra de don Quijote. ¿Cuántos lo habrán leído? Aquí también habría que hacer un examen antes de permitir su uso. Nos escapamos a Almagro, al Campo de Calatrava. Primero, el recorrido. Mancha, Mancha y más Mancha. Rectas y llanuras interminables. Viñas. Un paisaje monótono que siempre fascina. Y Almagro. Vas al reclamo de las representaciones de teatro clásico (los que vayan), del corral, del teatro, de la plaza mayor. Y es más. Mucho más. Donde pases. Donde mires. Callejear. Perderse. Cada fachada. Cada patio. Tan cuidado. Tan bien conservado. Tan sobrio. Tan bello. Tan elegante. Donde tomamos el aperitivo, con dos bufandas rojiblancas engalanando sus paredes. Donde comimos. –Les recomendamos el canelón de gachas. Cien vidas que vivamos y no terminaremos de agradecérselo. Y en mitad de la saturación quijotesca y cervantina, el cartel de la foto. Nosotros tampoco. No llegó a cumplir como reclamo. Pero le reconocemos que es bueno.




Esta foto está sacada en lo que en la capital del Secarral se conoce como la Ruta de los Sabores, El nombre es añejo. Por allí pasaban los residuos líquidos (bajo el puente) de la antigua estación depuradora (bautizada en el lugar con el delicado nombre de “casa de la mierda”) y vecinos, entonces, estaban un corral de terneros, otro de corderos y otro de pollos. En cuestión de olfato y de gusto el lugar ha mejorado. No para la vista. La aridez. La desolación, cuando el sol del verano te castiga, cuando no. Al pasar por allí, te sientes próximo al horror. Y piensas cómo puede estar tanta fealdad, tanto abandono, tanto vacío, tanta muerte, tan cercana a la belleza.




Nunca los he escuchado y me temo que jamás lo haré, pero tienen toda mi admiración. ¿Qué habría sido de nosotros sin el Panta Rhei heraclitiano y sin el Ser en Parménides?

domingo, 17 de agosto de 2025

Porque en agosto, por las noches, refresca: canciones

Musicalmente estaba siendo un verano de reencuentros. Empezó cuando, en un festejo, sonó “La cuenta atrás”, de Los Enemigos. Estaba un tanto apartado en un rincón, por lo que me entretuve cantándola a gusto, sin molestar. Alguien me vio, le sorprendió que la conociera y trató de explicarme (¡A MÍ!) quiénes son Los Enemigos. Vencí el pequeño pulso que me planteó por aplastamiento, cuando dijo que “Septiembre” era una canción divertida y lo mandé a que se fijase en la letra y luego volviera. A partir de ahí, y ya que Josele había cogido el micrófono, cada vez que me subo al coche sólo suenan Los Enemigos y me entretengo cantando a gusto sin importarme si molesto.

En su momento Luis Cobos, melena al viento, obtuvo mucha popularidad haciendo potpourris de zarzuelas y demás con una base rítmica deleznable. Se ve que han recuperado la fórmula y la aplican sin pudor a todo tipo de canciones. En el bar de la piscina, a mediodía, suenan en sucesión enlazadas sin especial criterio. Y creo que no son conscientes de que se les cuela algún diamante de vez en cuando que desvirtúa el conjunto. Porque, entre la nada, “Let’s stay together”, de Al Green. Los ojos se me salían de las órbitas. (Ya que hablo de esta canción, aprovecho para colar la versión de Margie Joseph, que está ahí ahí con la original). Y “Tusk”, de Fleetwood Mac. Y “Disco 2000”, de los Pulp. Eran fragmentos, pero lo suficientemente largos como para congraciarme (levemente) con quien sea responsable de la música que suena. Y los reencuentros siguieron cuando estuvimos cenando en casa del Senséi y Mar, con la emisora que tenían puesta de fondo, donde sonó “Brigde over troubled water” (aquí tengo que abrir paréntesis para confesar mi debilidad extrema por esta canción, especialmente en su tercera parte, tan recargada, cuando entran las percusiones y las cuerdas, y que siempre me pareció lo más cercano a lo sublime, y también para recordar, una vez más, que el primer LP que me compré, en 1980, fue un grandes éxitos de Simon y Garfunkel, disco que, por supuesto, todavía conservo). Y "Whole lotta Rosie”, de AC/DC. Y “You can’t always get what you want”, de los Rolling Stones. Y el placer de estos reencuentros, cuando son estas canciones las que vienen sin ser llamadas, sigue siendo infinito.

Y en este verano de viejas canciones, de viejos amigos, de volver a pensar que ya todo está dicho, que ya todo está escrito, llegó mi hija y me dijo:

-Escucha “Johnny Glamour” de (un tal) Rusowsky (enlazo además el concierto del Tiny Desk, porque la versión (es la primera) me encanta). Te gustará.

Y ya me ha abierto otra puerta. Tal vez no todo esté ya escrito. Tal vez (en el libro que me estoy leyendo (“La más recóndita memoria de los hombres”, de Mohamed Mbougar Sarr), el autor afirma que la vida es lo que hay en medio de tal y vez) no todo esté dicho.

lunes, 11 de agosto de 2025

Porque en agosto, por las noches, refresca

No he encontrado un buen subtítulo para esta entrada. Seguro que hay una palabra que define correctamente cuando lees algo y te quedas pensando sobre lo que has leído. Quizá reflexiones. Pensamientos. Divagaciones. Aunque no sé si llega a tanto.

Un personaje del libro que acabo de terminar (“El mágico aprendiz”, de Luis Landero) se hace enterrar con un cilindro metálico donde guarda el escrito de su defensa para el día del Juicio Final. Tenemos tendencia a humanizarlo todo y, puestos a pensar en el Juicio Final, imaginamos un tribunal con juez, fiscal, abogado defensor, jurado, estrado, discursos, alegatos y juramento. Y maza. Pero no tengo muy claro que el Juicio Final, de haberlo, sea un juicio. Más bien creo que habrá un tablero donde, con una chincheta, habrán fijado un listado (pocas cosas había tan terribles como, cuando salían las notas, el momento en que te acercabas a ver si estabas aprobado o no. Hay miedos que nunca se superan) con nombres y, a su lado, una c, una p o una i (porque todavía confío en que en el Cielo no pondrán emoticonos de caritas sonrientes, caritas tristes o caritas indecisas). Y mi duda es si habría revisión en caso de que uno no esté de acuerdo. Pero, ¿juicio? No. De aquí ya salimos juzgados. Y condenados.

En este mismo libro leí la siguiente frase: “Nunca bailó mejor Damocles que bajó la espada”. Todos aquellos que sólo saben responder bajo presión, que necesitan la tensión, el miedo y las prisas para funcionar, ya tienen eslogan. Y es muy bueno.

Me venía la imagen mientras leía de los niños cuando están viendo un guiñol y le gritan a los muñecos que actúan. No me gusta cuando el lector (o el espectador) tiene más información que los personajes. En el escenario siempre he defendido la cuarta pared. El espectador está para recibir, pero no para participar en el espectáculo. Es mi opinión. No quiero ni que me saquen ni que pregunten ni nada. Espacios estancos. Y en una novela de Henning Mankell que también acabo de terminar (“La falsa pista”), por un lado vas siguiendo al asesino y sus crímenes y, por otro, la evolución de la investigación. Es decir, que tú sabes lo que la policía aún no sabe y no logra averiguar. Y, lo dicho, como un niño en un espectáculo de guiñol, gritándole al libro, sintiendo impotencia y rabia. Y decidí, reafirmándome en lo de la cuarta pared y en el papel que ha de interpretar el lector o el espectador, siempre como receptor, que, cuando los citados tengan más información que los personajes, exigir el abrir una vía de comunicación para compartir dicha información y reconducir la trama acelerando la conclusión. Hacer de soplón. De chivato, vamos. ¿Te cargas la novela (o la película o la serie)? Sí. Porque de eso se trata. Dejemos al espectador en su lugar, sentado en una silla. Y olvidémonos de experimentos.

martes, 5 de agosto de 2025

Mil. Milenario

Pues ésta es la entrada número mil en este cuaderno.

Llevo tiempo pensando si conmemorarlo. Y dudando. Mi cerebro se desdoblaba. Una parte decía sí. La otra, no. No eran el ángel y el demonio, positivo y negativo. Uno era parecido a un duende, con sus cascabeles y todo –venga, tenemos que hacer algo especial, que el llegar a este punto lo merece. Vamos a pensar, que seguro que se nos ocurren ideas memorables. Y el otro, el señor mayor cansado, con un carácter que cada vez se parece más al del Dios del Antiguo Testamento (mi héroe) – ¿Qué va a merecer? Anda, cállate y déjame en paz.

¿Por qué no escribes una entrada desde la envergadura de la efeméride, pero con emotividad, en un tono que se mueva entre el envanecimiento, la autocomplacencia y la falsa modestia y que termine con un párrafo de esos de mirada firme y orgullosa hacia el futuro? ¿Tú eres tonto o eres tonto? Si no, podríamos buscar a todos los que pasaron por aquí alguna vez, aquellos que fueron parte de este cuaderno, y que participen del homenaje. ¿Para qué? Cuando uno no está en un sitio es porque no quiere. Sería bastante patético. Pues haremos una selección de las mejores entradas y las enlazaremos. Empieza. E, incluso, haremos una lista con todas las canciones que han aparecido en este cuaderno (de título “Canciones que no quiero compartir con nadie”) como regalo. Empieza. Y, de hecho, empecé. Me fui al archivo. Me leí las entradas de abril de dos mil ocho. Y seguí con las de mayo. Y me quedé a la mitad. No le veía el sentido (aparte de que sentía mucho pudor y mucha vergüenza al hacerlo). ¿Lo ves? Y mira que quería haber hecho una selección de ciento veintiocho entradas y, a partir de ahí, sesentaicuatroavos, treintaidosavos y sucesivos, con resultado, esta vez, incierto. Y mira que me gusta hacer listas de canciones (y aquí sólo tenía que apuntar). No fue desanimarme ante la tarea que tenía delante. Fue ver que no iba a ninguna parte. Así, el duende saltarín se sentó apagando sus cascabeles y el señor mayor gruñón se retrepó en su asiento amagando un principio de sonrisa.

Y entonces apareció la palabra milenario.

Y el duende encendió sus cascabeles. Y el señor mayor se incorporó en su asiento.

Porque celebrar el número mil, y querer festejarlo, tal vez sea un disparate sin sentido. Pero, que este cuaderno se convierta en milenario, con toda la solemnidad que te deja en la boca cuando lo pronuncias, eso ya es otra cosa.

Y no, no haremos fiestas. Pero estamos buscando símbolos. Las selecciones llevan una estrella sobre el escudo por cada Mundial ganado. Los ciclistas, en la manga, llevan los colores de los campeonatos (mundiales, nacionales, olímpicos) que han logrado. ¿Pongo una M en algún lugar preeminente? ¿Me rebautizo como El Impenitente Milenario? ¿Puedo considerarme ya oficialmente intelectual y otorgarme el carnet reglamentario?

Seguiremos buscando. Los tres. Duende, señor mayor y yo.

Y los tres estamos de acuerdo en decir que ésta no es la entrada que conmemora haber llegado al número mil. Esta es la entrada que celebra, y queremos dejar constancia de ello, que este cuaderno es milenario.

Y aquí dejo el eco para que reverbere.

Milenario.

Milenario.

miércoles, 30 de julio de 2025

Los balcones de La Mancha

Una de las rutas ciclistas favoritas de Gonzalo y de Juanan pasa por Monreal del Llano, Mota del Cuervo y Santa María de los Llanos terminando (y saliendo) en la capital del Secarral. Cuarenta kilómetros relativamente suaves por buenos caminos sin un árbol que dé sombra. Dos veces les he acompañado en lo que va de verano. Tienen sus rutinas. En Mota paran junto a los molinos de viento y se sientan en un banco cercano al Museo de la Molienda. Las vistas allí, de toda la llanura que se extiende delante, son preciosas. Fabulosas. Juanan, brazos en jarra, exclama solemne: ¡el balcón de La Mancha! Y ya en el banco, reponen fuerzas con el almuerzo. Fruta. Galletas. Cada uno el suyo. No se comparte.

Cuando leí la noticia siguiente


se la envié a Gonzalo pidiendo que invitaran al visitante de la noticia a la próxima ruta y que almorzase con nosotros (el plátano es el producto estrella en los almuerzos). Gonzalo lo rechazó, ya que le parecía indigno invitar a alguien que no se comía su propio almuerzo. No desistí en mi idea, y propuse que, ya que se trataba de un personaje insigne y digno de toda alabanza, podríamos hacer una excepción y dejarle el almuerzo pegado con cinta americana en la pared del molino del Museo de la Molienda. Volvió a rechazar mi propuesta. –No podemos arriesgarnos a convertirnos en millonarios. Eso es algo que no nos merecemos.

Me inscribí a una carrera en la capital del Secarral. La distancia era de un kilómetro. Salía de la plaza del Pilar, subía el Cerrillo, subía la cuesta bajo el atrio, subía la cuesta del cementerio y terminaba junto al molino Puntal. La habían llamado “Vertical race” pues siempre se puede ser más gilipollas en cualquier rincón de España. Me apunté porque eran amigos los que la organizaban, porque estaba por allí, porque no me hace falta mucho para apuntarme a una carrera y porque muy listo no parezco pues una distancia tan corta toda para arriba con esas pendientes y con calor es lo más opuesto a lo que soy. Y, evidentemente, aquello fue muerte. Pero muerte. Salíamos como en una contrareloj, de minuto en minuto. Treinta y cinco grados. En una carrera así sales a tope y en el Cerrillo ya iba desencajado (no ayudaban las cervezas del mediodía con el Senséi y Mar). Por el atrio, los ojos se me salían de las órbitas. En mi cabeza sólo pensaba en llegar al cementerio (por fuera) porque, de ahí a los molinos, ya era suave. Error. Han acondicionado un paseo con una rampa inicial que fue ya la remataera. Ahí me dobló el que había salido detrás de mí. No recuerdo cómo crucé la meta. Para colmo, había público en todo el recorrido, por lo que mi agonía no fue discreta. Y, por lo visto, aún tuve suerte: fui de los pocos que no vomitó al llegar.

No todo fue malo, pues descubrí aquel paseo. En la capital han reconstruido unos cuantos molinos de viento (se supone que donde hubieron) que, aparte de como reclamo turístico, embellecen el perfil del pueblo, acompañando al castillo, a la colegiata y demás monumentos, especialmente cuando vienes desde Mota y que se ve perfectamente durante los últimos diez kilómetros antes de llegar (la verdad, nunca he sabido dónde empieza La Mancha, si en Belmonte o si en Mota del Cuervo). Y ese paseo que han asfaltado junto a los molinos, con un murete lateral, iluminado por las noches, y que termina en el molino Puntal, en el extremo del último cerro, no es que sea un acierto, especialmente al atardecer, con esas luces, con esas vistas. Es una maravilla. A pesar de las cuestas. A pesar de esa rampa.

Mi paraíso como corredor está en la aldea del Secarral. Suelo tener dos máximas: no me gusta repetir circuitos y jamás vuelvo por donde he ido. Y aquí las puedo cumplir. Tengo rutas por los cuatro puntos cardinales, rutas que combino, que extiendo, que confirmo, que añado. No sé cuántos días voy a salir este verano por aquí (con cinco semanas de vacaciones, igual treinta veces), pero estoy convencido de que respetaré mis dos máximas.

Uno de los caminos que me es más antipático es el que une directamente la aldea con la capital del Secarral. Tiene cuatro rampas muy áridas (cada vez que te explican cómo es el Mont Ventoux, ahora que tenemos tan reciente el Tour, pienso en ellas) que hace que los seis kilómetros entre un punto y otro los vaya posponiendo. Hasta este jueves pasado. A las cuatro rampas añadí una quinta: la que lleva hasta el molino Puntal. Y le dio sentido a todo. Llegué hasta el molino. Contemplé toda la llanura que se extendía delante y, brazos en jarra, exclamé: ¡el balcón de La Mancha! No tuve almuerzo. Comer algo corriendo, cuando aún tenía que volver (por La Mina. Nunca por el mismo sitio), no era muy aconsejable. Pero sí pensé, para lo próxima vez, dejar un plátano, fijado con cinta americana a la pared del molino, preparado. Por si cuando llego estoy desfallecido. O por arriesgarme a convertirme en millonario, no vaya a ser que, por un casual, sí que me lo merezca.

jueves, 24 de julio de 2025

A veces no

Leyendo me encontré con la palabra vanilocuente. Me gustó. Supuse que su origen lo tenía en vanidad. Pensé en discursos fatuos (y les puse cara, de hecho). La busqué en el diccionario y no, no venía de vanidad sino de vano (aunque vanidad también deriva de vano. No iba desencaminado). Discurso vacío de contenido (también le puse cara). Y ya que me la he aprendido, ¿la guardo en mi acervo cultural? Sí. Pero no la archivo. La tengo aquí preparada, en la punta de la lengua, junto a serendipia, onironauta, mutatis mutandi y otras muchas (acervo, por ejemplo), deseando que llegue la oportunidad para darles uso, vengan o no a cuento.

No sólo es poder utilizar una palabra que epate a la audiencia. También disfruto cuando tengo la posibilidad de soltar uno de mis chascarrillos. El clásico es, ante la pregunta -¿para qué?- responder -paraguayo. Ahora tengo otro. Soy feliz cuando mi interlocutor dice bipolar. Entonces irrumpo (e interrumpo): El oso polar nunca tiene frío. El oso bipolar, a veces sí, a veces no. Suelo decir que estos chistes me permiten evaluar a mi auditorio en inteligencia (según mi criterio), y no es del todo falso, aunque también es cierto que, sea cual sea el resultado, hay dos cosas que no van a cambiar: que yo me parta de risa cada vez que lo suelto (porque el chiste del oso bipolar es buenísimo. Gracias, Luis Santángel) y que no dejaré de contarlo cada vez que pueda.

Raúl Somarro suele decir que “la naturaleza es sabia porque nos ha dado una tontería infinita, pero el dinero justo”. Él lo afirma en relación a su círculo más cercano y a su afición a la bicicleta, pero la frase puede extrapolarse fácilmente.

Y la extrapolaremos. Necesito audiencia. No es nuevo, pero va a más. Cada vez soy peor conversador. Escucho para competir. Mis réplicas han de ser ingeniosas. Cada una de mis frases, inteligentes. Brillantes. Mis pensamientos siempre están llenos de escenas en las que me luzco. Impresiono. Triunfo con mi humor. Con mi originalidad. Con mi vocabulario. Con mi cultura. Y mi fama se expande. Y tengo público. Numeroso. Soy reconocido. Admirado. Y ante mi tontería infinita (y en expansión), la naturaleza responde sabiamente con la inteligencia de los demás, no haciéndome demasiado caso y dejándome en mi sitio. ¿Y es mal sitio? Hombre, si lo piensas bien, una vez deshinchado el globo, la verdad es que no. Porque tampoco se vive tan mal siendo El Impenitente. Seguramente mucho mejor, aunque sea mi sueño, que siendo El Vanilocuente.

viernes, 18 de julio de 2025

La taberna Kamogawa

Nagare y Koishi Kamogawa son padre e hija. Ambos tienen un restaurante, una taberna, en Kioto. Dicha taberna es peculiar: ningún cartel la anuncia y no hay nada en el exterior que indique que es un negocio abierto. Tampoco tiene carta. Nagare, que es un policía retirado, cocina, con los productos de temporada, a voluntad y a sentimiento. No buscan crecer, ni expandirse, ni popularidad, ni reseñas favorables. Sólo atender bien a sus clientes y vivir tranquilos.

Otra peculiaridad del negocio es que, además, es una agencia de detectives. De detectives culinarios. Dicha agencia se publicita en una revista gastronómica especializada. En el anuncio no aparece ni una dirección. Ni un teléfono. Como ellos repiten (en cada capítulo), sólo son encontrados por los que están destinados a encontrarlos.

¿Qué es un detective culinario? Bueno, los clientes van buscando platos cocinados de una manera determinada. Van buscando un sabor. Un lugar pasado. Un recuerdo. Una persona. Una vivencia. Un futuro. Lo que signifique para ellos ese plato. Y el detective busca satisfacer a sus clientes.

La novela se titula “Los misterios de la taberna Kamogawa” y su autor es Hisashi Kashiwai. Más que una novela, es una colección de relatos. De seis relatos, exactamente.

Los protagonistas de las historias son Nagare y Koishi. Nagare, el padre, es para llevárselo a casa, y no para que te cocine (bueno, también). Tiene una humanidad, un humor, una perspicacia y una sensibilidad que me ha conquistado (nunca se deben olvidar la humildad y la seriedad de cuando uno era principiante). Koishi, su hija, me rechina más. Sus impertinencias me irritan un tanto. Además, es un personaje prescindible. Aporta poco a la trama. Dar réplicas. Los relatos, sin ella, también habrían funcionado. Otros personajes de la novela son un gato (Hirune), la esposa de Nagare, ya fallecida, pero que está presente; la ciudad de Kioto, en todas sus estaciones (aquí abro un paréntesis que no debería abrir, pues sólo sirve para delatar mi ignorancia: hace poco descubrí que Tokio y Kioto son simétricos silábicamente. Entiendo que se escribirán con dos ideogramas y, según el orden, tendrán un significado u otro. Y son un lugar y otro) y la cocina. Podría decir que sería recomendable leer este libro con el estómago lleno, mas sería inútil. Aunque estuvieras recién llegado de pasar seis meses con Pantagruel, salivarías igual. Las ganas de coger un avión destino Kioto (practicando toda la duración del vuelo con los palillos) sólo para sentarte en una mesa de la taberna y comerte lo que te vayan sirviendo, son permanentes mientras lees.

La estructura de los seis capítulos, de los seis relatos, es idéntica. Una primera parte donde un futuro cliente deambula por Kioto buscando el local, con lluvia y frío en invierno, con los cerezos en flor en primavera. La entrada, con dudas, en la taberna. Los comentarios sobre la dificultad de hallarlos y cómo supo de ellos. La intención de contratarlos como detectives, aunque, previamente, comen un menú degustación a voluntad de Nagare, en una vajilla especial, y que siempre les encanta. El traslado al despacho por un pasillo lleno de fotos, fotos que se comentan. La toma de datos del nuevo cliente. Las pistas que pueden dar sobre lo que están buscando y que parecen insuficientes. La cita para la resolución. El gato, que está fuera y que quiere entrar. Y una segunda parte, con la presentación del plato, con la resolución del caso, siempre satisfactoria, y la explicación de cómo se llegó a la misma. La forma de pago, algún aforismo de los que te deja un rato pensando, el gato merodeando y, al final, el padre y la hija celebrando el éxito.

He leído sobre esta novela y muchos la consideran repetitiva. Y es probable que tengan razón, y más tras lo que he contado en el párrafo anterior.

Pero, a mí, cada relato me ha parecido distinto.

Porque cada historia es distinta.

El plato que es una despedida, que te permite decir adiós y volver a empezar. El plato del momento en que tomaste una decisión que condicionó el resto de tu vida y que nunca has dejado de cuestionar, de reprocharte. El plato que te recuerda quién querías ser frente a quién eres ahora, por muy poderoso que seas. El plato que permite que la historia de amor continúe y siga latente, a pesar de las imposiciones, del honor, de la tradición, del orgullo. A pesar de la muerte. El plato que supuso un principio y añoras sin saber por qué y que ahora averiguas. El plato que piensas que te va a llevar a un pasado y te devuelve otro.

No todos los relatos son igual de buenos. Yo les hubiera dado otro orden, pensando en dejar para el final los mejores y que las emociones fueran creciendo con el libro y cerraras la última página con el sabor que te deja uno de los capítulos intermedios y que no tienen los dos últimos.

Aunque esto sería por ponerle otro pero. Y sería mi pero.

Y sería uno de los pocos.

sábado, 12 de julio de 2025

El indiscriminado uso de la técnica del name-dropping y sus nulas consecuencias: '68 Comeback Special

Escribí hace tiempo una entrada en donde contaba que, mientras volvía de Ribarroja de una carrera un domingo por la mañana, iba escuchando por la radio un programa de nombre “Club Elvis” que hacía Vicente Ahumada (quien ya abandonó el edificio). Sonaron canciones aquel día de un concierto que había dado Elvis Presley en el Madison Square Garden de Nueva York en el año setenta y dos. Tal y como lo iba escuchando tuve la sensación o la revelación de que aquel era el momento y el lugar en el que me hubiese gustado estar. El Elvis crooner, gordo, con su cazadora de flecos y sus pantalones de campana, con sus patillas, con sus pastillas, con sus gafas de sol. El Nueva York de “Cowboy de medianoche” y de “Taxi driver”. Allí. Entonces.

Seguía después con un segundo párrafo en el cual recordaba un juego que teníamos el grupo de amigos del colegio (y que mutó al grupo del futbolín), y que consistía en preguntar ¿qué preferirías? En aquel juego eran mucho más importantes las preguntas que las respuestas. En realidad, nos daban igual las respuestas. Porque no se trataba de saber si carne o pescado, dulce o salado o mar o montaña. Las preguntas tenían que estar trabajadas. Había que pensarlas bien. ¿Ejemplos? ¿Qué preferirías? ¿Salir en la portada del ABC Cultural o en la del SuperPop? ¿Ver a Joan Crawford haciendo el gesto con los dedos de “entre comillas” o escuchar a Clint Eastwood decir -no me da la vida? ¿Tropezar y caerte en el último obstáculo cuando vas destacado en la final olímpica de ciento diez metros vallas o estar en un local donde está sonando a todo meter “Sultans of Swing”, de Dire Straits, rodeado por más de cien tíos (con una cinta de hacer aerobic en sus cabezas) que están tocando sus guitarras imaginarias? 

Terminaba con un tercer párrafo en el cual le contaba a Sanfélix mi revelación escuchando por la radio aquellos fragmentos del concierto de Elvis. Poco después me entraba un mensaje: ¿Qué preferirías? ¿Ver a Elvis en el Madison en el setenta y dos o presenciar en directo las quince primeras ediciones del Festival de San Remo? Y ahí empezó una de nuestras batallas pretenciosas, que tanto nos gustan. ¿Y por qué no ir a ver a Herb Alpert y a Sergio Mendes y Brasil-66 en cualquier boite con sillones de skay de finales de los sesenta? ¿Y estar en el café-concert La Fusa de Buenos Aires en julio de mil novecientos setenta viendo a Vinicius de Moraes, Toquinho y María Creuza? ¿Y tomarnos unos combinados cualquier atardecer de finales de los cincuenta en el Shell Bar de Honolulu mientras tocan Martin Denny y su combo? ¿Y pasarnos a ver actuar a The Rat Pack a principios de los sesenta en Las Vegas? ¿Y acercarnos al Hot Club de París a escuchar a Django Reinhardt y a Stephane Grappelli a mitad de los años treinta? La discusión acabó en uno de nuestros paraísos comunes: Beatles, “Álbum blanco”, George Harrison. Y allí nos quedamos. No era mal sitio.

En 1968 Elvis Presley llevaba siete años sin actuar en directo. Su mánager, el coronel Parker, tras su retorno del ejército, había dirigido su carrera hacia el cine. Dos o tres películas al año. Ninguna para recordar, pero todas funcionando muy bien comercialmente. No se había desligado de la música, grabando las bandas sonoras y discos de música góspel. Seguía siendo una estrella, pero ya no era quien marcaba el camino. Las bandas británicas lo habían desbancado. Tenía treinta y tres años y era una vieja gloria.

La recaudación de las películas comenzaba a estancarse, y el coronel Parker pensó, para no perder vigencia, en que Elvis grabara un especial navideño televisivo y negoció entonces con la cadena NBC. La idea de Parker era que fuera un programa de villancicos. El productor (Bones Howe) y el director (y psicólogo a tiempo parcial Steve Binder) del mismo propusieron darle un giro a esa propuesta. No sería un especial navideño. Sería algo más. Porque, según el productor y el director, Elvis era algo más. A Elvis le entusiasmó la idea. Y Parker, por una vez, dio su brazo a torcer.

Se planificó un programa en tres partes. Una primera, con coreografías. Una segunda, en acústico (¿De dónde sacó la MTV la idea del “Unplugged”?). Y una tercera, con Elvis sólo en el escenario.

Se grabaron cuatro horas de actuaciones, que terminaron convirtiéndose en una. La grabación no fue fácil. Elvis se sentía inseguro. Tenía miedo. Miedo a no estar a la altura. Miedo al fracaso. Miedo a que fuera el último acto. El final.

No lo fue. Todo lo contrario. No sólo el éxito de audiencia. Es lo que supuso (aquel programa pasó a la historia con nombre propio: '68 Comeback Special). Particularmente memorable (en mi opinión) es la parte acústica, sentados en círculo Elvis y sus músicos, los mismos que estaban con él al principio, en las grabaciones de la RCA: Scottie Moore, DJ Fontana. Un Elvis pletórico, vestido de cuero de arriba abajo, confiado, seguro, cómodo, feliz, derrochando talento, derrochando carisma, derrochando magnetismo, derrochando personalidad. Ni rastro de sus inseguridades (la labor psicológica de Steve Binder funcionó).

El programa se cerró con una canción que se estrenó aquel día, escrita a la sombra de los discursos de Martin Luther King, tras su muerte y la de Robert Kennedy. La canción es “If i can dream”. Al terminar la misma se le escucha decir -Thank you. Goodnight. Pero realmente no estaba diciendo eso. Porque aquel día Elvis no hizo un especial para la televisión. Efectivamente, fue algo más. Y lo que realmente estaba diciendo era: señores Lennon, McCartney, Jagger, Richards, Davies, pueden postrarse ante el Rey. Porque yo soy el Rey.

A partir de ese momento vinieron los conciertos en Las Vegas. Su degradación como persona. Su muerte en vida, como dicen algunos. Pero ese día, con ese programa, Elvis, en su trono, estuvo sentado de nuevo en la cima del mundo.

Así que, mi muy querido Sanfélix, siguiendo con la batalla, ¿no preferirías estar un día de las navidades de 1968 sentado delante del televisor en cualquier lugar de los Estados Unidos (Tupelo o Memphis incluidos), viendo en la NBC cómo, estando la pantalla en negro, suena la introducción de “Trouble” y aparece Elvis con una guitarra eléctrica vestido de negro con un pañuelo rojo al cuello?

P.D. Toda la historia del especial navideño de Elvis la escuché en un podcast llamado ”Sofá Sonoro. Elvis y el regreso más arrollador de la música” (en Spotify se puede encontrar). Fue Sanfélix quien me lo recomendó. Quién si no.

sábado, 5 de julio de 2025

Ella y el método

El método. Ella, mi hija, me hacía callar. Resultados, ¿no? Ya, pero… Resultados. Mira. Funciona. Sí, pero… Funciona. No puedes decir nada. Y aunque me moría de ganas, no, no decía nada.

La universidad. La advertí: no sabes jugar. Todo esto es nuevo. Las reglas son otras. Aprenderás, pero todavía no sabes. Ni caso. Su seguridad, que a veces raya en la arrogancia. Su confianza en el método. En sí misma. El método funciona. Y funcionaba. Hasta que llegaron los primeros reveses. Se quedó descolocada. ¿A ella? ¿De verdad que esto le estaba pasando a ella? No estaba seguro de cuál podría ser su reacción ante las dificultades. Ante la adversidad. El método era útil en la vida fácil, cuando ella dominaba y sentía que dominaba y hacía lo justo. Ahora, no. Ahora se daba cuenta de que no era así. De que no sabía jugar. De que no conocía las reglas. Y estaba estupefacta. Descolocada. Desbordada. ¿Bajaría los brazos? ¿Llegaría el desánimo? ¿El desaliento? No. Orgullo. Rabia. ¿El método? El método se adapta. Y se adaptó. Aprendió a jugar. A fajarse. En campo abierto y en las trincheras. En casa y en la biblioteca. En los exámenes y en las revisiones de examen. ¿Ella derrotada? ¿Ella hundida? ¿Ella? Ya está en segundo. Y pasa limpia. Fatigada. Extenuada. Reventada. Triunfadora.

Repito muchas veces que mi hija me fascina. Lo que no sé es si soy capaz de expresar cuánto. Y no sólo es fascinación. Orgullo. Admiración. Cómo ha combatido. Cómo ha encajado. Cómo ha reaccionado. Cómo ha vencido. Ella. Ella y su método. Sigo callado. Con la boca abierta. Con los ojos como platos. Rendido. Y callado.

lunes, 30 de junio de 2025

Carta de amor a Marisol en dos fotos y dos canciones


En un callejón que da a la plaza del Negrito. Otro lugar donde peregrinar. O para pasar a saludar.

Mis padres tenían el sencillo de la versión que hizo Marisol del “Corazón contento” de Palito Ortega. Ahora lo tengo yo. Es una canción a la que quiero de tal manera, una canción que lleva tanto tiempo acompañándome, que soporta sin problemas su popularidad sin sufrir menoscabo en mi estima (qué palabra tan hermosa es menoscabo). Los demás no consiguen arrebatármela. Con esa letra, la carta de amor por excelencia. Se podrá decir de muchas otras maneras, la mayoría de ellas más bonitas. Pero todas llevarán la esencia de esta canción dentro.



La “Balada para la soledad de mi guitarra” es a la tristeza lo que “Corazón contento” es a la alegría. Es a la tristeza, para mí, lo que “Diario”, de Nacha Guevara. Es al nihilismo, para mí, lo que aquel verso de Serrat (y me pregunto por qué nacerá gente, si nacer o morir es indiferente). La canción es de Caco Senante (que no sólo le escribía al mojo picón y a las gaviotas perdidas en Madrid). Tal vez la producción no haya envejecido muy bien. La melodía, la letra y la voz de Marisol no han envejecido. Esta canción también me acompañó muchas veces. Y la canté en mis soledades. Y será bonito cantarla junto a ella, igual que el “Corazón contento”, cada vez que pase a saludarla, cuando me pierda por el centro y termine junto a la plaza del Negrito.


martes, 24 de junio de 2025

Ponle freno

Paco nos tentó. Nos dijo que se había inscrito a una carrera junto a su mujer, O., cuya salida estaba cerca de mi casa (ese anzuelo iba para mí) y nos propuso hacerla rodando, juntos. El Barbas contestó que no decía que no. Yo…

La carrera era de ésas de carácter solidario exhibicionista que organiza y promociona un grupo mediático en contra de los accidentes de tráfico, siguiendo las corrientes buenistas que imperan y que le permitirá, supongo, captar alguna que otra subvención y, por supuesto, arrogarse cierta autoridad moral. Cada vez que me sale algún anuncio de esta carrera, lo quito mascullando palabras tales como gilipollas, runners, miserables y demás.

Paco forma parte de una facción climaturia, junto a Tomás y al Máquina, que se caracteriza en que, corriendo, lo que dicen que van a hacer no se parece a lo que hacen. Innumerables veces, haciendo series, compitiendo, hemos quedado en algo y, tal y como dan la salida, ni caso. Nunca supe qué pasa por su mente en ese instante para borrar todo lo que dijeron, por qué túnel espacio temporal pasan y al que los demás no tenemos acceso. Así, cuando Paco dice rodando juntos, piensas –claro que sí, hombre.

La prueba se disputaba en Valencia a mitad de junio a las ocho y media de la tarde. La temperatura ya sabías que iba a estar cerca de los treinta grados. La humedad, por el dos mil por cien. Aunque no vayas a disputarla, tentadora no era.

Y por último, ésta es una carrera de runners, de hacerse fotos, de contarlo, de exhibirlo. No era una carrera de diez kilómetros. Ni un diez mil. Ni un diez. Era una 10K. En femenino. Así lo dicen ellos, en su jerga.

Así que tenemos una carrera de capullos, innecesaria, sin sentido, que no aporta nada, en mal horario y en mala fecha. La respuesta era evidente

 -Vale.

Cuando digo que la edad no protege de la estupidez, no pienso sólo en la gente de mi alrededor.

Me arrepentí al instante. Entré en la página y vi que la carrera transcurría casi por completo por el viejo cauce del Turia. Para correr por el río rodeado de cretinos, no hace falta apuntarse a ninguna carrera (no le vendría mal al cauce una fumigación). Para colmo, el viernes me escribe Paco que a qué ritmo voy a correr. -¿Ritmo? Ni idea. Iré sin reloj. Se trata de ir juntos, ¿no? O en eso quedamos. –Joder, es que entonces me gana mi mujer: -Paco, tenía esperanzas de que, por una vez, respetaras tu palabra. Ya me has vuelto a engañar.

Así que, todo ventajas. Ya no sólo iba a una carrera arrepentido y sintiéndome un idiota. También iba enfadado. Recogí por la mañana el dorsal y la bolsa del corredor: una bolsa de cuerdas (si alguno necesita, tengo. Si alguno necesita cien, tengo), una camiseta bastante buena, aunque un rato fea, y que nunca me podré poner (cada vez que suelto una de mis soflamas a favor de los corredores y en contra de los runners, bastaría con que alguno mostrara una foto mía con esa camiseta para que me hundiera el argumentario) y una bolsita con un cepillo de dientes y pasta dentífrica. Por la tarde, rodé unos cinco kilómetros solo. Nos juntamos los cuatro (Paco, Barbas, O. y yo) un cuarto de hora antes. Observamos que, evidentemente, era una carrera de runners, porque todos estaban haciéndose fotos y porque en torno al ochenta por cien llevaban puesta la camiseta de la carrera (siempre recomiendan no estrenar nada en una competición. Entre la sensatez y presumir, el runner lo tiene claro). Nos ubicamos en la salida, empapados en sudor, junto a una paraeta de la Guardia Civil de Tráfico (que se presten a esto) y escuchamos aplausos a alguno que estaría dando un discurso del estilo –no estamos a favor de los accidentes de tráfico. Estamos en contra- y otras obviedades similares.

Dan la salida. Prolongación de la Alameda, y vuelta por el puente de Monteolivete. Allí se produce un hecho que iba a marcar toda nuestra carrera: nos adelanta un motivado que se considera necesario para el colectivo cargando en sus espaldas con un altavoz del tamaño del Miguelete, con una intensidad sonora que no se mide en decibelios sino en kilobelios, y con un criterio musical, como hubiera dicho Mendoza, tres puntos por encima de nefasto y uno por debajo de deleznable. Volvemos a la Alameda y ya bajamos al río a la altura del Jamonero.

Y en el río, pues lo que es el río, con sus paseantes, sus ciclistas, sus perros, sus turistas, sus carritos de bebé y sus baches. El mendrugo del altavoz va cincuenta metros delante pero como si lo tuviéramos al lado. A mí me vibraban los cristales de las gafas. O. y yo íbamos juntos. Paco y el Barbas estaban en plena lucha interior, entre su naturaleza y sus ganas de desbocarse, por no hablar de la humillación que sentían al mirar a su alrededor y verse rodeados y adelantados por esa fauna, y la obediencia a la palabra dada. Se adelantaban. Frenaban. Esperaban. Aceleraban. Y así estuvimos hasta el puente de la Trinidad, donde ya se giraba y se bajaba.

Poco antes del puente estaba el avituallamiento. Había cuatro dando agua. Exactamente, cuatro (uno más que tres, dos menos que seis). Sorprendentemente, una causa tan mediática y tan solidaria no había previsto más voluntarios para avituallar en una carrera donde corrían más de mil personas. No pillamos agua. No hidratarse en una carrera de diez kilómetros con esa temperatura y esa humedad es algo que recomiendan nueve de cada diez hijoputas (el décimo, como dirían Faemino y Cansado, recomienda un chicle con azúcar). Por cierto, a la mañana siguiente temprano pasó el Barbas corriendo por allí. Todavía estaban tanto los puntos kilométricos como las botellas vacías de agua desperdigadas. Como dijo él, bien está, cuando uno se consagra a una buena causa como organizador, concentrarse en ella y no desviarse en algo tan secundario como podría ser dejar tu entorno tal y como te lo encontraste

Dimos la vuelta. El del altavoz empezó a dar muestras de fatiga. O., también. Íbamos recortando, pero muy despacio. Aquí sí que tuve tenciones de acelerar para alejarme de la música. No lo hice. No lo hicimos. Y en el kilómetro ocho, lo adelantamos. La satisfacción de aquel momento estuvo un punto por encima de épica y dos por debajo de gloriosa. Delante la música se oía menos (ya sólo me vibraban los imperdibles del dorsal). Y alejándonos del mal, con O. al límite, llegamos a la meta.

La cruzamos los cuatro cogidos de la mano. Ese momento tan hermoso que reflejaba el triunfo del equipo venciendo todas las tendencias individualistas. Ese momento que quedó inmortalizado en una foto en la cual se ve a tres tirillas junto a uno con gafas en un lateral que, si tirase sal, sería confundido con un luchador de sumo.

Aún nos quedamos un ratillo los cuatro, sin parar de sudar, con ganas de llegar a casa (para limpiarnos los dientes con ese fabuloso obsequio que nos habían dado), y riéndonos. Porque, al menos, nos reímos. ¿Fue ésta una de las peores carreras que hemos corrido? Sí. ¿Hemos aprendido algo? Ojalá. ¿Volveremos? Mejor estar callado. Por si acaso.

miércoles, 18 de junio de 2025

La felicidad (y sus escondites)

En dos de las tres carreras que organizamos en la aldea del Secarral tenemos clasificaciones y hay, por tanto, podio. Suelo encargarme de los premios y no es raro que me toque entregar algunos.

El fin de semana anterior celebramos el duatlón. Los trofeos de cada categoría los personalizamos. Como teníamos de sobra improvisamos otra categoría, que no está en el circuito (parejas mixtas) y llamamos a las tres primeras al podio.

No se lo esperaban.

Les pedimos perdón porque los trofeos llevaban etiquetas que no correspondían.

¿Les importó?

No.

En absoluto.

Y no fue porque el premio fuera nuestro bote de queso en aceite (legendario).

Fue porque en el podio está la felicidad.

Es divertido observar la felicidad. Y encontrarla.

Hay un local cerca del puerto que nos gusta mucho. Solemos ir dando un paseo y allí nos tomamos algo. El sitio es agradable. Estamos tranquilos. La música está bien y, a veces…




Muy bien.

Tienen un piano. Un día coincidió que dieron un concierto. Piano y voz femenina. Música italiana. Modugno. Mina. “Grande, grande, grande”, “Volare”, “Parole, parole”. Disfruté. Disfrutamos. Y me puse a imaginar. Me vi junto al piano. “Un bacio e troppo poco”. “Vecchio frac”. “Il cielo en una stanza”. “Meraviglioso". Breve amore”. Apoyado en el piano. Mi propio podio.

La felicidad.

jueves, 12 de junio de 2025

El sitio más aburrido del mundo

El lugar más aburrido del mundo estaba en El Perelló y se llamaba “Graffiti”. Entrabas allí y el tiempo se eternizaba. No sé si era la clientela, la música o la decoración. O la iluminación. O el camarero. O todo junto. Allí dentro no te reías. No se te ocurría nada ingenioso. Ni no ingenioso. No se te ocurría nada. Entrabas, salías y no te quedaba ni el recuerdo. ¿Qué podía quedarte cuando el cerebro se apagaba y la tensión se desplomaba conforme llegabas? Bastante era con que respirásemos (boqueando como los peces) y el corazón, a duras penas, bombease.

En tediosa competencia con “Graffiti” estaba el “Café Colón”, en la calle Manuel Candela de Valencia. Era el segundo lugar más aburrido del mundo, pero únicamente porque llegó después. Mismas características, mismos síntomas, mismos efectos. Cuando me preguntan si alguna vez estuve en coma, la respuesta oficial es no, pero la real difiere, si sumamos los ratos, cortos en el reloj, infinitos en el tiempo, pasados allí.

En el libro “El signo de los cuatro”, de Arthur Conan Doyle, puede leerse lo siguiente:

Fue la nuestra una comida alegre. Holmes, cuando quería, era un excelente conversador, y aquella noche quiso serlo. Parecía encontrarse en un estado de exaltación nerviosa. Nunca lo he visto tan brillante. Habló sobre una rápida sucesión de temas: sobre las comedias de milagros, sobre vajilla medieval, sobre violines Stradivarius, sobre el budismo en Ceilán y sobre los barcos de guerra del porvenir.

Sobremesa en el 221 B de Baker Street, en Londres. De repente, “Graffiti” me pareció el sambódromo de Río de Janeiro en Carnaval, y el “Café Colón”, la Tomatina. El lugar más aburrido del mundo cambia de ubicación. Al llegar al budismo en Ceilán, el coma ya sería profundo e irreversible. Y con los barcos de guerra del porvenir, la extremaunción.

viernes, 6 de junio de 2025

En esta entrada se cuenta quién mató a Rogelio Ackroyd

Pecados de juventud. Las novelas de Agatha Christie parece que sean pecados de mi juventud. No sé cuántas leí. O devoré. En la casa de la capital del Secarral, por sus estanterías, habrá más de veinte. Una de mis hermanas, un primo nuestro y yo nos las pasábamos, nos las quitábamos, las compartíamos, las comentábamos. Dejamos de leerlas. Dejé de leerlas. Igual fue por saturación. No recuerdo haber vuelto a leer ninguna pasados los veinte años. Y al hablar de aquellas novelas, es un sí, pero. Libros menores. Etapas que hay que pasar. Como los libros de Martín Vigil o de Richard Bach. O los de Hesse, Tagore, Huxley u Orwell. Los leí, sí. Pero justificándolo. Con la necesidad de dar una explicación. Y menospreciando, por supuesto. Lo dicho. Pecados de juventud. Pecadillos. Así, en diminutivo, que no tienen ni que confesarse.

Tiene Raymond Chandler un libro llamado “Peces de colores” que consta de dos relatos y una introducción titulada “Apuntes sobre la novela policiaca” donde enumera unas pautas y da sus opiniones. Una de las reglas que define es que el lector, en estas novelas, debe tener en quién confiar. El detective es el personaje encargado de buscar la verdad y es a quien sigue el lector. Que nos pueda decepcionar tanto el narrador o el personaje a través del cual se escribe la historia, es calificado por Chandler como un “flagrante delito de deshonestidad” por parte del autor. Sin embargo, luego abre un paréntesis para explicar por qué la violación de esta regla en “El asesinato de Rogelio Ackroyd” (en la traducción que me he leído todos los nombres están castellanizados: Carolina, Rogelio, Jaime, Carlos… Y así lo dejo) de Agatha Christie nunca le había afectado: primero, porque “esa deshonestidad está muy bien explicada”; segundo, porque “la presentación de la historia y el elenco de personajes demuestran claramente que el narrador es el único asesino posible, hasta el punto de que el problema que se le plantea al lector inteligente no es el de saber quién ha cometido el asesinato sino, más bien, “sígueme de cerca y atrápame si puedes””.

No leí en su momento este libro. Y, en fin, me entró la curiosidad. Agatha Christie me quedaba ya muy lejos, pero Chandler es Chandler. Aunque leer una novela policiaca sabiendo de antemano quién es el asesino, pues algo de gracia le quita. Pero Chandler es Chandler. Y como Chandler es Chandler…

Pues me la he leído.

En un santiamén.

¿Puede la estructura de un libro ser una espiral? Esta sensación es la que he tenido mientras la leía, con un comienzo parsimonioso, pero que se iba acelerando a cada paso convergiendo en espiras a un punto central, a una apoteosis. El sentido del ritmo que logra la autora, en mi opinión, es admirable. Y siendo ella como es una maestra de las puestas en escena, de las sorpresas y de los giros, pues me he dejado llevar por la espiral y su aceleración. El hecho de saber quién mató a Rogelio (perdón por la familiaridad) me hizo fijarme en detalles que no sé si habría captado: el nerviosismo que le causaba al narrador ciertas situaciones imprevistas, aunque siempre era capaz de justificarlas; la forma en que Poirot le dosificaba la información. Me resultaba extraño que el asesino estuviera haciendo una crónica como espectador de todo el proceso, sin dar ni una pista, pero esto queda bien explicado al final. Porque todo queda bien explicado. Todo está atado cuando la autora te deja en el punto central, cuando cierras el libro. Y es entonces cuando me acordé de mi hermana y de mi primo y cómo compartimos y comentamos aquellas novelas. De cómo las vivimos. Y los eché de menos.

Tal vez sea cierto que la vida es simétrica y que estoy volviendo a mi juventud.

Y si he de volver también a sus pecados, por favor, que sean sólo los literarios.

sábado, 31 de mayo de 2025

¿Donde trabajo?

Donde trabajo no se resaltan las cosas. Se highlightean.

Donde trabajo no tenemos sucesos imprevistos. Tenemos sucesos intempestivos.

Donde trabajo, no se sustituyen a las personas. Se las suplanta.

Donde trabajo, si ven que podrías necesitar plantillas para el calzado, te recomiendan ir al logopeda.

Donde trabajo, no te prometen el oro y el moro. Te prometen el oro y el muro.

Donde trabajo, Harrelson se jubiló. Ahora vienen los hombres de Harrison.

Donde trabajo no se replica. Se repica.

Donde trabajo no se piensa que los futbolistas brasileños salen, en su mayoría, de las favelas. Salen de las chabelas.

Donde trabajo no te apuntas a un curso. Te enrolas.

Donde trabajo no te hacen la pelota. Te adoran la píldora.

Donde trabajo somos tan bíblicos que, además de galimatías, tenemos galimateo.

Donde trabajo no tienes tiempo libre. Tienes espacio de tiempo.

lunes, 26 de mayo de 2025

Swoops

El muñeco de la foto se llama Swoops y llegó a casa ya bautizado. Siendo mi hija muy niña, se puso enferma y, para animarla en su malestar, su hermano se lo llevó. Ella se alegró mucho. Estaba encaprichada de él desde que lo viera. Y se convirtió en su juguete favorito. Su mejor amigo. A todas partes iba con él. Se lo llevaba hasta a clase. Donde estaba mi hija, estaba Swoops. Inseparables.

Ella fue creciendo y el muñeco pasó a un segundo plano. Y a un tercero. Y a un cuarto. Y yo, de vez en cuando, le preguntaba. Y sus respuestas fueron variando con el tiempo.

-¿Dónde está Swoops? Hace tiempo que no lo veo.

-Está de campamento. En mitad de la montaña. Está incomunicado.

-Este curso está estudiando fuera. Con los amigos que hizo en el campamento.

-De vacaciones. Quería estar solo. Necesitaba meditar.

-Ahora está aquí. Pero está muy serio. Creo que se volverá a marchar.

-Se ha ido de voluntario. No sé exactamente dónde. Pero sé que está bien.

Acumulando ausencias y retornos discretos de Swoops, mi hija ha llegado a la universidad. Su poder para fascinarme sigue siendo ilimitado. Y a este poder ha ido añadiendo ciertas peculiaridades. Él otro día nos contó que, antes de un examen de ”Derecho Romano”, ella, tan descreída a tiempo parcial, había rezado un Padrenuesto. Pero que lo había rezado en latín. Lo consideró más apropiado.

También nos contó que había tenido que aprenderse los distintos poderes del Estado y su relación. Y para hacerlo más fácil, decidió hacer una representación gráfica de los mismos dentro del bastión inexpugnable de su habitación (me contó Ana que se está imponiendo como método de castigo a adolescentes el quitarles la puerta de su habitación. No es mala idea). Y así, sobre su cama, colocó muñecos, trastos y cachivaches que le permitieron asimilarlo todo mejor.

-¿Y a Swoops le diste algún papel?

-Por supuesto.

-¿Cuál?

-Él es el rey.

Ha vuelto. Está aquí. Viva el rey.

martes, 20 de mayo de 2025

La vida innegociable

Nos juntamos este sábado los amigos en la capital del Secarral. Fuimos el Senséi y yo a comprar el pan. Andando, vi que se saludaba con alguien a lo lejos. –Es Manolo- me dijo. ¿No te acuerdas de él?

Estoy leyéndome ahora “La vida negociable”, de Luis Landero. En él, el personaje protagonista cuenta su vida en sus distintas etapas, una vida errática en donde llega a causar mucho dolor, y que él justifica una vez tras otra, negociando siempre con ventaja con su conciencia, con su pasado, con su futuro, argumentando para no tener que pedir nunca perdón, para no ser jamás culpable.

Desde mis tres hasta mis quince años, cuando nos vinimos a vivir a Valencia, todos los fines de semana íbamos a la capital del Secarral. Todos. Y en Navidad. Y en Semana Santa. Y buena parte del verano. Mi abuela tenía casa en el barrio conocido como Corea y en ella nos alojábamos. Coincidimos allí con un montón de chavales de nuestra edad: Alfredo, Jose, los dos Manolos, los dos Enriques, Pedro Pablo, Fernando, Miguel Ángel, Jesús, Sebastián, José Andrés. Las eras, los dos parques, el nuevo y el viejo, el paseo, el instituto y su pista y la piscina (en verano) eran nuestro territorio de juegos. Millones de partidos de fútbol. Y el trompo. Y las chapas. Y las canicas. Y otros juegos como la dola. Y el rescatao. Y las partidas de tute en los bancos del paseo. Y la rivalidad con los chavales de otros barrios, que se dirimían jugando al fútbol y que terminaban, muchas veces, con lo que se llamaba el “apedreo”.

Hasta que llegó el día en que todo lo que fue divertido dejó de serlo (todo menos el fútbol, claro). El día en que, por algún mecanismo hormonal, supongo, las inquietudes empiezan a ser otras. Y mi hermano y yo, de manera consciente, pensamos que para el camino que entonces se abría, y para el cual no estábamos preparados aunque creíamos que sí, mucha de aquella gente, muchos de los que habían sido nuestros amigos, nuestros compañeros de juegos desde que éramos muy niños, no valían. Y nos apartamos de ellos. Les dimos de lado. Les hicimos de menos. Sin dar ninguna explicación. Y encontramos nuevos amigos.

Por supuesto que me acuerdo de Manolo. He hablado muchas veces con él en todos estos años. Conversaciones de hombre, qué tal, cómo te va. Pero no puedo evitar sentirme culpable cuando lo veo. Sentirme avergonzado. Porque me porté mal con él. Porque no fui justo. Porque le fallé y lo hice a conciencia y sin dar la cara. Algunas veces pensé en sincerarme con él, con Jesús, con Alfredo, con Sebastián, con tantos otros, en hablarles de mi sentimiento de vergüenza, de mi arrepentimiento y en pedirles perdón. No lo he hecho. Y no lo he hecho porque sería inútil. Y no por el tiempo pasado. No porque tema su respuesta pues ellos ya ni se acordarán y seguro que me habrán perdonado por indiferencia. Tampoco es porque ya no podamos recuperar lo que se fue, lo que no pasó. No lo he hecho porque no es su perdón el que realmente quiero. Es otro. Y sé que ése no lo voy a conseguir. Porque siempre me sentiré avergonzado por lo que hicimos. Siempre me sentiré culpable. Porque no todo en la vida es negociable. No todo.

miércoles, 14 de mayo de 2025

Regresar. Acompasar

La palabra regresión tiene connotaciones negativas. De hecho, en su definición, se hace referencia a otros términos como retroceso o involución. Regresar, sin embargo, suena mejor. Y es, pienso, por las emociones que esta palabra consigue arrastrar.

Hace poco regresé a María Dolores Pradera. No tuve una regresión después de ver la historia que comenté donde cantaban “Amarraditos” y “Caballo de paso”. Regresé, si es que alguna vez me fui. Y regresé a la María Dolores Pradera que siempre me gustó, a la que cantaba sin más acompañamiento que las dos guitarras de Los Gemelos. He escuchado canciones. He visto vídeos. Sin parar, por supuesto. Nunca tuve la oportunidad de verlos en directo. Por una parte, lo lamento. Por la otra casi lo agradezco, puesto que me hubieran expulsado de la sala ya que no habría sido capaz de dejar de cantar ni un momento, y me habría convertido en una molestia.

Llegué a María Dolores Pradera siendo muy niño. Mis padres tenían una cinta (casete. Qué bien suena casete) titulada “Folclore hispanoamericano” (qué buena era) donde venían tres canciones interpretadas por ella (por ellos): “Amarraditos” y luego otras dos de Chabuca Granda (otro paréntesis. Una de las últimas (o la última) novelas que escribió Mario Vargas Llosa es “Le dedico mi silencio” y la trama tiene como trasfondo la música popular peruana, donde Chabuca Granda es uno de sus puntales. Podríamos decir que es un Vargas Llosa menor, pero un Vargas Llosa menor es el Aconcagua), “Fina estampa” y “La flor de la canela”.

La letra de “La flor de la canela” es poesía pura. Es de una belleza casi infinita (según mi opinión, que es la buena). No es una canción que se cante. Ni que se escuche. Más bien se saborea. Se paladea. Entra por los poros. Por todos los sentidos. Y la frase –alfombra de nuevo el puente y engalana la alameda, que el río acompañará su paso por la vereda- me desarma. Que el río acompañe a La flor de la canela siempre me pareció algo muy bonito. Que un río te acompañe. Que nos acompañe.

En mi regreso a María Dolores Pradera he escuchado “La flor de la canela” una cuantas veces. Y he descubierto que estaba equivocado. Porque el río no acompaña su paso. La letra dice exactamente -que el río acompasará su paso por la vereda. Y aquí sonreí. Y lo hice dos veces. Porque que sea el río y su cadencia la que marque el paso de La flor de la canela me pareció muy hermoso. Pero también puede interpretarse con que es el río quien acompasa su corriente al paso de La flor de la canela. Y esto es más bonito. Mucho más. Por la vereda que se estremece al ritmo de sus caderas, llevando el compás del río. Con sus jazmines en el pelo. Con sus rosas en la cara.