jueves, 24 de julio de 2025

A veces no

Leyendo me encontré con la palabra vanilocuente. Me gustó. Supuse que su origen lo tenía en vanidad. Pensé en discursos fatuos (y les puse cara, de hecho). La busqué en el diccionario y no, no venía de vanidad sino de vano (aunque vanidad también deriva de vano. No iba desencaminado). Discurso vacío de contenido (también le puse cara). Y ya que me la he aprendido, ¿la guardo en mi acervo cultural? Sí. Pero no la archivo. La tengo aquí preparada, en la punta de la lengua, junto a serendipia, onironauta, mutatis mutandi y otras muchas (acervo, por ejemplo), deseando que llegue la oportunidad para darles uso, vengan o no a cuento.

No sólo es poder utilizar una palabra que epate a la audiencia. También disfruto cuando tengo la posibilidad de soltar uno de mis chascarrillos. El clásico es, ante la pregunta -¿para qué?- responder -paraguayo. Ahora tengo otro. Soy feliz cuando mi interlocutor dice bipolar. Entonces irrumpo (e interrumpo): El oso polar nunca tiene frío. El oso bipolar, a veces sí, a veces no. Suelo decir que estos chistes me permiten evaluar a mi auditorio en inteligencia (según mi criterio), y no es del todo falso, aunque también es cierto que, sea cual sea el resultado, hay dos cosas que no van a cambiar: que yo me parta de risa cada vez que lo suelto (porque el chiste del oso bipolar es buenísimo. Gracias, Luis Santángel) y que no dejaré de contarlo cada vez que pueda.

Raúl Somarro suele decir que “la naturaleza es sabia porque nos ha dado una tontería infinita, pero el dinero justo”. Él lo afirma en relación a su círculo más cercano y a su afición a la bicicleta, pero la frase puede extrapolarse fácilmente.

Y la extrapolaremos. Necesito audiencia. No es nuevo, pero va a más. Cada vez soy peor conversador. Escucho para competir. Mis réplicas han de ser ingeniosas. Cada una de mis frases, inteligentes. Brillantes. Mis pensamientos siempre están llenos de escenas en las que me luzco. Impresiono. Triunfo con mi humor. Con mi originalidad. Con mi vocabulario. Con mi cultura. Y mi fama se expande. Y tengo público. Numeroso. Soy reconocido. Admirado. Y ante mi tontería infinita (y en expansión), la naturaleza responde sabiamente con la inteligencia de los demás, no haciéndome demasiado caso y dejándome en mi sitio. ¿Y es mal sitio? Hombre, si lo piensas bien, una vez deshinchado el globo, la verdad es que no. Porque tampoco se vive tan mal siendo El Impenitente. Seguramente mucho mejor, aunque sea mi sueño, que siendo El Vanilocuente.

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