martes, 6 de julio de 2021

Tus cuernos, Warholm

Karsten Warholm batió la semana pasada el record del mundo de cuatrocientos metros vallas. No fue ninguna sorpresa. Llevaba un par de años quedándose muy cerca cada vez que competía. Y, siendo tan sólido, estaba cantado que lo acabaría logrando. Y el pasado uno de julio, en Oslo, lo consiguió.

Dentro del atletismo (también) soy un nostálgico pero no tengo un apego excesivo por los record del mundo. Están bien, pero creo que reflejan lo que es una marca, un dato, no quién ha sido o es el mejor. Hay una evolución y cada época tiene sus circunstancias, sus tiempos y sus maneras. Puestos a preferir, prefiero, especialmente en las carreras, los que se consiguieron en una gran competición (el de ochocientos de Rudisha en Londres 2012, por ejemplo) más que los que se consiguen en reuniones con liebres (humanas o lumínicas), pero, repito, como no considero a Cheptegei mejor que a Bekele o a Nurmi, a Powell mejor que a Lewis, a Bolt mejor que a Hayes o a Owens, a Warholm mejor que a Moses, o a El Guerrouj mejor que a Herb Elliot, pues disfruto desde la barrera del espectáculo sin sentir desazón cuando desaparecen de las listas atletas que fueron verdaderos referentes para mí. No dejan de ser grandes. No dejan de ser eternos. Corren una línea en la estadística. Sólo eso. Y así ha sido casi siempre. Casi. Porque el record de Warholm me supo a cuerno quemado (para los no iniciados he de decir que Warholm es noruego, así podrán apreciar la grandeza del chiste cuando digo cuerno, en clara referencia al casco de los vikingos, quemado; un sutil y hábil juego de palabras que refleja mi agudeza e ingenio).

No me importa la edad que tengo. Es la que es. No necesito que me traten con condescendencia cuando la digo. No soporto cuando alguien se dirige a mí con la coletilla –para tu edad (para mi edad, ¿qué? Gilipollas (aquí abro un segundo paréntesis para contar que el otro día nos juntamos varios de la cuadrilla del futbolín, todos vacunados y un tanto gruñones, y llegamos a la conclusión de que si en todos nuestros teclados hubiese una tecla para la palabra gilipollas, nos ahorraríamos mucho tiempo. Cierro los dos paréntesis)), o utilizan los verbos conservar (se conservan los tomates, las sardinas y la momia de Tutankhamon, gilipollas) o aparentar (yo soy o estoy. No aparento, gilipollas) refiriéndose a mí. Y creo que una de las razones por la que no me suele afectar cumplir años es por el vínculo generacional que siento. No es mi edad sino nuestra edad. ¿Mal de muchos? O bien de muchos. Y ese vínculo me hacía mirar el listado de record mundiales y disfrutar viendo allí a Jonathan Edwards, a Jan Zelezny y a Kevin Young, y no porque me sienta medio británico, checo o estadounidense, sino porque los tres nacieron en el glorioso año de mil novecientos sesenta y seis y allí estaban los tres como estandartes de nuestra generación, diciéndoles al mundo quiénes somos desde hace más de dos décadas. Y ahora llega el mamarracho de Warholm y destrona a Young. Y esto es un atropello. Una falta de respeto. Y sí, una línea en la estadística, un reflejo de una era nueva y lo que tú quieras. Pero no. Warholm, no. Pagarás por ello. Nos quedan dos. Que no se atrevan.

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