sábado, 19 de junio de 2021

Muñiz y H. de Alba

Hemos estado de comida. De despedida. Apetece, por una parte, con los que compartes tantas horas durante la semana, verte fuera y tomarte unas cervezas y no hablar de lo de siempre. Por otra parte, este tipo de eventos me generan mucha inseguridad. Soy mayor (por no decir mucho más mayor) que la mayoría. Suelo ir preparado, concentrado, imponiéndome unas normas de comportamiento, porque, para qué engañarnos, me siento desubicado (cuando en la misma frase tú citas a Los Enemigos, a Nat King Cole, a “El jovencito Frankenstein” y a “La vida de Brian” y tu interlocutor consulta cuatro veces el Google, el vínculo tiende a cero). Y no estoy cómodo. No me veo capaz de comportarme de una manera natural. Y callo más que hablo. Y escucho más que cuento. Y observo más que hago. Y, al principio, pues bueno. Pero, llegado cierto momento, estoy incómodo. Muy incómodo. Cada vez más. Tengo visto lo que tenía que ver, oído lo que tenía que oír, dicho lo que tenía que decir, comido lo que tenía que comer y bebido lo que tenía que beber. Hay un concepto que manejan los economistas, y que nunca me quito de la cabeza, que es el llamado “coste de oportunidad”, que podría traducirse al día a día como lo que dejas de hacer por lo que haces. Y en ese momento, cansado de pensar no sé qué hago aquí cuando podría estar mejor, decido cambiar de dejar de hacer. Y, ventajas de la edad, me voy sin decir nada, a la francesa. Los señores mayores gruñones juegan otra liga que, a los más jóvenes, ni les preocupa ni les afecta.

Me he vuelto andando. Estaba a un cuarto de hora de casa. Y aunque hubiese estado a una hora. Me encanta andar por Valencia. Me encanta callejear. Músico Ginés. He bordeado Ayora. Humanista Furió. Al llegar a Ramiro de Maeztu he girado hacia la derecha y ya me he metido por Muñiz y H. de Alba.

La calle estaba desierta. La tarde estaba siendo tormentosa. El suelo estaba mojado. La luz que se colaba por las nubes era cautivadora. No circulaba ningún coche. Iba andando por mitad de la calle sintiéndome…bien. Muy bien. Había pasado de no ser yo a ser yo. Y la luz, la lluvia, la calle, la soledad estaban ahí por mí y para mí. Cerca ya de la avenida del Puerto me ha llegado un olor muy fuerte a marihuana. He levantado la cabeza. En el hueco de una de las ventanas del hotel que está en el lateral he visto a una chica recostada fumando. Tendría veinte años. Llevaba las piernas desnudas. Era guapa. Estaba feliz. Cuando la he visto, en vez de agachar la cabeza, he buscado su mirada y, al encontrarla, la he sonreído. Ella también me ha sonreído y ha agitado su mano saludándome. La he devuelto el saludo. Y, al entrar en la avenida, he sentido que la tarde estaba completa.

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