Canciones que servirían para legitimar el asesinato

Las chicas de Planta odian “Paquito el Chocolatero”. Tienen sus razones. Ellas lo relacionan con un montón de tíos borrachos y sudorosos tratando de arrimar la cebolleta. Yo las escuché y no dije nada. No quise exponerles mi teoría (bueno, de mi hermano) de que “Paquito el chocolatero” debiera ser el himno de España y de que la Selección tendría que bailarla con todos los jugadores abrazados mientras suena el himno antes de cada partido. Llevaríamos muchas estrellas sobre el escudo de haber sido así. Además, a mí esta canción me recuerda a los toros del Ofrecimiento en la capital del secarral, a pesar de que la banda de música se empeña últimamente en no tocarla, lo cual no es obstáculo para que la cantemos y bailemos. Pero entendí las razones de las chicas de Planta aunque no sea más que porque también tengo canciones que los demás me hicieron odiar.

Empezaré con la de siempre: “Sultans of swing” de Dire Straits. Es probable que cientos de millones de personas tocando su guitarra imaginaria mientras suena esta canción no pueden estar equivocados, pero cargan un poquito. El primer día por lo menos. El segundo ya cargan un poco más. El tercero ya los hubiese matado. Y esto fue a principios de los ochenta. Desde entonces…eso, que entiendo a las chicas de Planta. Y en una línea similar a esta canción estaría “Great balls of fire” de Jerry Lee Lewis. Hicieron una película sobre el payo éste. Se puso la cancioncita de moda y la gente, al menos en la capital del secarral, la bailaba ¡haciendo que tocaba el piano! Estuve tentado en aquella época de crear un conservatorio para enseñar a tocar instrumentos imaginarios. No lo hice y me arrepiento. Me hubiese forrado.

Sigo (y termino. Luego se me ocurrirán más canciones pero, a bote pronto, no tengo más) con otras relacionadas con el cine y la televisión que terminé aborreciendo. La primera es un tanto obvia: “You can leave your hat on” de Joe Cocker. Nunca fui mucho de este tío y si hubiese ido a un concierto suyo me habría puesto en la fila siete mil para que no me salpicase su sudor. Pero lo toleraba. Hasta que dejé de tolerarlo. ¿Por qué siempre tenía que sonar, fuese al garito que fuese, esta canción? ¿Y por qué, como un resorte, uno de cada uno del resto de personal que estuviese en el local tenía que empezar a desabrocharse la camisa? Vamos a ver, que ya no es que no seas Kim Basinger, que es que yo no he venido aquí a escribir un tratado sobre la vergüenza ajena. Y así una noche. Y otra. Y otra. Y hace un año, en una fiesta que organizamos, volvió a sonar y pensé –bueno, a lo mejor ya no pasa. Y sí. Ocurrió. Lo mismico. Y renové mis votos de odio y de vergüenza.

Otra que me dolió mucho más aborrecer es “It’s not unusual” de Tom Jones. Para mí Tom Jones (el yerno de Franco. Si no os sabéis el chiste yo os lo cuento) es un fenómeno. Siempre lo ha sido. Y esta canción era una de mis favoritas. Y me hizo gracia ver a Carlton Banks, el personaje de “El príncipe de Bel-Air”, bailándola. Y después de ver a cientos de miles de Carlton Banks bailándola ya no me hizo gracia. Y la odié. La terminé odiando. Lo mismo que a “You never can tell” de Chuck Berry. Me gustaba la canción. Me gustó “Pulp fiction”. Me gustó la escena del baile de Travolta y Thurman. Y acabé harto de ver a la gente bailarla con el añadido de que, para colmo, estaban encantados de conocerse siguiendo el siguiente razonamiento: Si Tarantino mola (porque mola) y yo bailo la canción de su película como los personajes de su película (o muchísimo mejor), entonces yo molo (o supermolo. O recontramolo). Y se lo creían. Y odié “You never can tell” como odié “It’s not unusual”. Y eran buenas. Muy buenas. Qué lástima.

Y no sigo aunque supongo que seguiré. Iré recordando. Volveré. Supongo.