Un buen día apareció una caseta de seguridad algo más arriba del edificio de la lonja del pescado. Yo hice como si no la hubiese visto y seguí corriendo tranquilamente hasta que sonó una voz en un tono muy amable:
-¿Dónde te crees que vas?
-Pues pensaba llegar corriendo hasta el faro.
-No se pueda pasar.
-Pero…
-No se puede pasar.
Y ahí comenzó el fin. Con posterioridad lo intenté en varias ocasiones y siempre dependía del humor del vigilante de turno hasta que las consignas fueron taxativas y ya ni con buen humor. Tiempo después vino, con la Copa del América, la obra del canal nuevo y el faro ya se alejó definitivamente.
¿Qué tienen los faros para resultar tan entrañables? No lo sé, pero el faro de Valencia y yo siempre fuimos amigos. Él no lo sabe pero es así. O a lo mejor si lo sabe. En mis muchos años de corredor solitario el faro era el destino habitual en mis entrenamientos. Me gustaba mucho más correr por el puerto, a pesar del asfalto, que por la playa (entonces no existía el paseo marítimo y había que correr con tiento para no pisar las jeringuillas que poblaban la arena) o por el río. Y me gustaba el puerto por el olor, por el desguace de barcos que había casi al final y, sobre todo, por el faro. Siempre me reconfortó llegar hasta allí. Siempre me sentí bien cuando estuve a su lado, Igual que en aquellas noches en las que, en el Fura amarillo, llegábamos hasta él Luis Santángel, Sanfélix, Maroto y yo con unas cuantas cervezas y nos dedicábamos a charlar, a reírnos y a cantar canciones de “Décima víctima”, “Armas blancas” o “La Mode”. El faro de Valencia, con un código luminoso que siempre describimos como cuatro sí, uno no, uno sí y uno no, junto a nosotros. El faro como polo magnético que atraía mis carreras solitarias. Hasta el día en que pusieron una caseta de seguridad a mitad de camino y dieron la consigna de prohibido el paso a los extraños. Y el faro y yo nos separamos. Él nunca dejó de emitir sus señales luminosas. Es su obligación, desde luego. Vive de ello. Pero cada vez que veía los cuatro sí, uno no, uno sí y uno siempre pensaba que era para mí y siempre le contestaba –yo también te quiero.
Salí solo aquella mañana y me junté con un grupo a los que conocía. Este grupo tiene la costumbre de correr todos los domingos por el puerto y por la playa y para allá que me fui con ellos. Resultan peculiares pues no paran de decir animaladas y de insultarse los unos a los otros constantemente pero, al llegar al puerto, se callan, van hacia una rampa y, al llegar al borde, se agachan y se mojan la frente (me hizo gracia, además, porque en la capital del secarral tenemos una costumbre similar, sólo que allí nos purificamos en las aguas del pilón). Después seguimos corriendo y nos subimos a una atalaya desde donde hay una vista preciosa del Mediterráneo, de la playa de la Malvarrosa y de parte del golfo de Valencia. Y allí volvieron a quedarse en silencio. Tras sus momentos de recogimiento volvieron a insultarse y a decir barbaridades. En alguna de aquellas salió el faro a colación. Conté mi experiencia emocional con el faro (como contrapunto) y ellos me comentaron que iban de vez en cuando a correr por allí. ¡No me digas! Sí. Siempre en domingo, desde luego, que es cuando está aquello más tranquilo.
Al domingo siguiente me fui para allá. Bordeé la parte deportiva y, al encontrarme con la primera barrera, no paré. Nadie me dijo nada. Tampoco había nadie. Sólo dos barcos enormes de Transmediterránea. Empecé a subir por lo que llaman el puerto comercial. Aquello estaba muy cambiado. Ya no huele igual. Es un olor indefinido el que tiene ahora, sin personalidad. Tampoco está el desguace. Ni las vías del tren. Es más, aquello ha crecido. El mar está más lejos. Pero el faro sí que estaba. Estaba en su sitio. Y llegué. Nadie me paró. Nadie me echó. Llegué. Si me recordaba, no lo sé. Habían pasado más de quince años. Si se alegró tampoco lo sé. Pero yo sí me alegré. Y me sentí muy bien. –He vuelto, faro. He vuelto. Cuatro sí, uno no, uno sí y uno no. Y tarareé –se aplazó el sueño eterno. Es mejor no reír. Y ya no dije nada más. No hizo falta.
No nos hizo falta.
viernes, 17 de enero de 2014
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9 comentarios:
Veíamos y recitábamos ese código luminoso incluso desde la tela de araña de El Perelló. Qué fijación oye, y qué persistente. Buen viaje sentimental, amicísimo Cariacontecido. Somos adictos a la melancolía y el faro es nuestro diamante triste (como decía el poeta Vinyoli, que la Sierpe, cómo no, conocerá).
Deberíamos ir un domingo con Maroto, Santángel y unas cervezas. Y papas y olivas también. Y un radiocasette. Que no falte.
Para ir tendrás que empezar a entrenar ya, Sanfélix. O mover tus contactos portuarios, si los tuvieses, para que nos dejasen pasar y para que dejasen pasar también a les papes, les olives y a la Sierpe acompañado de Vinyoli.
Y la melancolía es adictiva como la televisión es nutritiva.
a mi también me gustaba hacer un paseo por el puerto, por unas rocas que había a la orilla del mar, y que resultaba precioso (recuerdo también ese olor tan bueno).
Ahora voy a veces, pero ya no es lo mismo.
que comentario más viejuno, no?
¿Viejuno? Otros lo llaman nostalgia.
A Tamariu,a casa en Pere Patxei,
encomana un cremat,beurem a poc a poc a l'hora que la mar s'agrisa.
Ploren les coses,plora el temps,
plora la vida no viscuda,
plora també la vida que hem viscut.
Sunt lácrimae rerum.
Menudo baño de nostalgia , estimats
Plora el temps, Sierpe.
Los baños de nostalgia. Y, no sé por qué, sólo me apetece escribir ahora aquello de -un corazón de guitarra quisiera para cantar lo que siento.
Hola estimat meu. Sabía que estarías al tanto de Vinyoli y de éste tu blog de cabecera.
Cariacontecido es para la nostalgia como el arroz para los sabores, su mejor vehículo. Y si es caldós millor que millor.
Tratándose de nostalgia, meloso mejor. ¿No?
Lo bueno nunca se quiere abandonar del todo , mis queridos caldoso y meloso.
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