martes, 12 de julio de 2011

Skatòs

Ya que estoy con las moscas, y dado que ando un tanto escaso de ideas, seguiré con las moscas. Vuelvo a abrir la sección revival y buceo en el archivo. En un principio pensaba rescatar la entrada tal cual pero he terminado rescribiéndola respetando la estructura. A veces no es bueno releerse, y no es tanto por la vergüenza que uno pueda sentir leyendo lo que escribió y viendo cómo lo escribió. Es peor no reconocer a aquel que lo escribió. En fin. Advierto que el contenido de la entrada puede no resultar agradable. Y empiezo.

Un momento crucial de mi vida fue cuando deserté del lado cursi de la vida y me convertí al nihilismo socarrón. Esto que suena tan rimbombante no significa más que el hecho de cambiar unas tonterías (o tontás, que suena mejor) por otras. Pasé de dar trascendencia a todo (especialmente a mí mismo) a procurar banalizar y desdramatizar las cosas. Simplificar, vamos. Ver las cosas desde fuera. No ser siempre actor y alternarlo con ser espectador. Y así pues, de repente, las grandes cuestiones dejaron de preocuparme. Y me quedé sin grandes dudas existenciales. Bueno, me quedé casi sin dudas pues hay una que siempre me acompaña, una que jamás he resuelto, una que, me temo, nunca me abandonará.

Creo haber contado más de mil veces que nací en Madrid, que llevo treinta años viviendo en Valencia y que me siento muy vinculado, sentimental y familiarmente, a dos pueblos de la provincia de Cuenca, V. y B., distantes entre sí seis kilómetros, seis, y a los que me suelo referir de manera indistinta como el secarral. Allí pasé, especialmente entre los equinoccios de primavera y otoño, parte de mi infancia y de todas mis adolescencias y juventudes y por allí sigo perdiéndome en cuanto puedo ahora que empiezo a superar la mediana edad. Y teniendo en cuenta que Ana es oriunda también de por allí y que a nuestros hijos les gusta (por ahora) más aquello que a nosotros pues es fácil que sigamos escapándonos a la mínima durante los años que nos queden.

Una de las múltiples razones por las que me gusta el secarral es porque aquello es un paraíso para el corredor. Las posibilidades en pistas, caminos y sendas por donde correr son enormes. Allí es imposible aburrirse corriendo. Puedes cansarte mucho o muchísimo. Pues llenarte de barro o de polvo. Puedes correr sin camiseta o vestido como Roald Amundsen. Puedes morir embestido por un jabalí o tiroteado por los cazadores, pero aburrirte nunca. Así, estando allí es muy raro que perdone un día sin salir a correr.

Otra cosa que no perdono casi nunca son las cañas. Cada vez somos más de día y menos de noche y es a la hora del aperitivo cuando nos solemos reunir los amigos. Y es fácil que se nos haga tarde y lleguemos a casa con unos cuantos (demasiados) botellines entre pecho y espalda y que comamos solos y sin gana. Y es mucho más fácil que, tras comer, nos dejemos envolver por el sopor cervecero y terminemos confundidos con el sofá o con la cama.

Si no he salido a correr temprano saldré a última hora. Y la combinación cerveza, comida, siesta y carrera no es especialmente buena para el aparato digestivo. Y el riesgo de retortijón letal es elevado. Muy elevado. El tema de los apretones en la ciudad siempre es fastidioso pues uno ha de andar escondiéndose y, aunque ya tenemos el territorio marcado, pues siempre te pueden ver y es algo que resulta molesto y engorroso. Pero en el campo no es molesto. Todo lo contrario. En el campo es un placer. Y tan importante para salir a correr son las zapatillas como el papel higiénico. Uno puede sentirse muy rural y hermanado con el medio campestre, pero tampoco podemos ignorar los progresos de la civilización y, puestos a limpiarse, mejor huir de medios agrestes que resultan del todo irritantes y aprovechar los que la economía de mercado y los canales de distribución ponen a nuestro alcance.

Notados los primeros síntomas la carrera no se resiente. El cuerpo lleva su proceso y la carrera también. La experiencia del corredor le lleva a no asustarse y a no ponerse nervioso. Simplemente apura y, cuando ya resulta inevitable, se echa a un lado, busca una carrasca (que protege más. El pino protege poco) y, antes de proceder, revisa con curiosidad el entorno. Nadie. Ni un alma. Entonces procede. Y he aquí que, antes siquiera de que los restos estomacales lleguen a tocar el suelo, ya está por allí una mosca verde. ¿Cómo? ¿De dónde? Nunca se ven las moscas verdes. No están en ninguna parte. Y basta que nos toque colaborar con el abonado del campo para que inmediatamente aparezcan, para que tomen forma corpórea de manera fulminante e inexplicable. Y es esa mi gran duda existencial: la mosca verde, su existencia. Su vida. Su obra.

4 comentarios:

Arual dijo...

Jajaja!!! Yo pensaba que eras de los que acometías la higiene campestre con una piedra a la antigua usanza.

SisterBoy dijo...

Si se consiguiera amaestrar esas moscas para que detectaran explosivos o mandanga sería un gran avance para la humanidad. Y así las moscas servirían para algo por fin.

El Impenitente dijo...

Bueno, sirven de cebo para pescar. Y los camaleones se las comen. Las avispas no sirven ni para eso. Matar moscas es agradable. Matar avispas, placentero.

el Sr. Skywalker dijo...

Precisamente me estaba recordando tu relato a algo que acabo de terminar de leer. Dice así:

"Blandas pero sólidas deja fluir mis ofrendas
ni toscamente rápidas, ni insólitamente lentas"

Eso es rezar y lo demás son cuentos.