1983. Tenía diecisiete años. Venía de correr los maratones de Valencia y de Madrid. Me sentía muy fuerte. Pocas carreras había entonces. Muy pocas. No tenía consciencia de cuál era mi nivel real. Primera Volta a Peu (no era cierto, puesto que este año se cumple el centenario de la carrera. Digamos que fue la primera de la era moderna). Ocho kilómetros. Me puse delante. Quería probarme. Quería saber. Dieron la salida. Tropecé. Caí. Me arrollaron. No podía levantarme. No me dejaban. Pasé miedo. Mucho. A los golpes. A la asfixia. A cualquier cosa. Se despejó la zona. Vi a Pepe Toni a mi lado. Me vio caer y esperó. Me cogió de la mano, tiró y salimos corriendo. Con rabia. Crucé la meta. No recuerdo qué tiempo hice. No recuerdo cómo quedé. Me dieron una camiseta. Amarilla. De algodón. Ponía Mazola en el pecho. Muy fea. La más bonita del mundo. No tenía muchas camisetas entonces. Las del colegio para hacer educación física (gimnasia para nosotros). Sentí que era un regalo enorme (mi fetichismo por las camisetas sospecho que viene de lejos). La llevé con orgullo. Me la había ganado. Terminó desintegrándose por el uso. Vinieron más camisetas. Pocas como aquella.
Han hecho una exposición sobre la carrera. Me emocioné cuando vi esta foto. Me sentí parte de la historia. Porque yo estaba allí.
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