Los clásicos siempre han tenido un poder magnético sobre mí (aunque no me guste la expresión, antes se decía que son –un must, es decir, que pueden considerarse imprescindibles, obligatorios) y así, cuando en “El club de los libros libres” vi un ejemplar de “Historia de dos ciudades” de Charles Dickens, me sentí culpable por no habérmelo leído todavía. Y decidí borrar ese sentimiento.
“Historia de dos ciudades” tiene uno de los principios más celebres de la literatura. Y es de justicia esa celebridad. Porque es una maravilla:
Era el mejor de los tiempos y el peor; la edad de la sabiduría y la de la tontería; la época de la fe y la de la incredulidad; la estación de la luz y la de las tinieblas; era la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación; todo se nos ofrecía como nuestro y no teníamos absolutamente nada; íbamos todos derechos al cielo, todos nos precipitábamos en el infierno.
Y no es sólo este comienzo. La primera parte del libro parece escrita por un genio en estado de gracia. Utilizando un símil deportivo, pensaba en un jugador de baloncesto que pide el balón porque sabe que es imposible que falle un tiro (o, ahora que tenemos tan reciente el Mundial, cuando un jugador de snooker, al entrar en mesa, ya sabe que va a hacer un ciento cuarenta y siete). Y pensé, ya que no hay diccionario, en ampliar la acepción de dickensiano con el concepto –cuando te sientes Michael Jordan o Ronnie O’Sullivan. Esta primera parte es una fiesta. O yo la sentí así. No por la trama, sino por cómo está contada. Cada palabra, cada frase, son deslumbrantes. Me he reído a carcajadas. He sufrido. Me he emocionado. He vivido. Pero siempre con los ojos como platos. Dice Rafa, de “El club de los libros libres”, que si un libro lo sientes como tuyo, tienes la obligación de quedártelo. Y pensé entonces, -Rafa, lo siento, pero éste no vuelve.
A partir de cierto punto, el libro cambia. Aquí sentía que estaba leyendo el trabajo de un artesano. Un muy buen artesano que sabe cómo construir historias, cómo crear personajes (aunque simpatiza, en mi opinión, en exceso con algunos de ellos, convirtiéndolos, en su pluscuamperfección, en repelentes), cómo dejar flecos abiertos para luego jugar con las sorpresas. Un trabajo bien hecho, concienzudo, escrito por un profesional con oficio. Pero no es la primera parte. Por seguir con los símiles deportivos, al principio estás viendo jugar a Roger Federer. Después, a David Ferrer. ¿Ferrer fue bueno? Muy bueno. ¿Fue Federer? Nadie ha sido ni será Federer.
En este libro se narra una historia que transcurre entre París y Londres (ahora que doy una hora de inglés a la semana y me creo bilingüe, puedo decir que la traducción del título (“A tale of two cities”) no es la mejor porque lleva a la confusión. Aquí no se cuenta la historia de París y de Londres) durante el final del siglo XVIII, es decir, poco antes y durante la Revolución Francesa y el Reinado del Terror. Hemos pasado unos años en la Bastilla y unos meses en La Force, hemos aprendido de juicios, de tribunales populares y de leyes; nos sabemos el camino hasta Dover y desde Calais, también sabemos de bancos y de desenterrar cadáveres, de remendar zapatos y de enfermedades mentales; hemos odiado a los nobles, hemos visto cómo viven las clases inferiores francesas (Dickens siendo dickensiano esta vez en el país de enfrente), hemos odiado a las masas, hemos tomado y destruido la Bastilla, hemos conocido a Madame Guillotine y hemos visto rodar cabezas (muchas cabezas. Muchísimas cabezas) mientras las mujeres de la primera fila hacían calceta (todavía no se habían inventado las pipas) y contaban. Hemos pasado un buen rato (un clásico siempre es un clásico) aunque, conforme pasaba el libro, con la duda de si tenía derecho a quedármelo o si tenía que devolverlo. ¿Me estaba gustando? Sí. ¿Lo sentía como mío? Buena pregunta.
Y llegué al último capítulo.
La redención de Sydney Carton.
Siete páginas.
Larry Bird. Carl Lewis. John McEnroe. Sócrates. Marco Pantani. Katie Ledecky. Judd Trump.
Este libro no sale de mi casa.
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