domingo, 3 de diciembre de 2023

No.

Hoy se cumplen cincuenta y dos semanas justas de cuando, en el kilómetro cuarenta y uno del maratón de Valencia, animando, nos encontramos el Máquina y yo. –El año que viene tú y yo tenemos que estar ahí dentro. –Sí.

Un mes antes, acompañando a Paco mientras preparaba aquel maratón, éste me preguntó -¿no te da envidia? –Mucha. -¿Y no vas a volver al maratón? Si termino la Behobia y estoy un año sin lesionarme, me lo pensaré.

Terminé la Behobia en 2022.

Y aquel domingo en que me encontré con el Máquina en el cuarenta y uno, se cumplía un año justo desde el último día en que me había parado por culpa de un dolor.

Aquel –sí- fue dicho con el corazón, es cierto. Pero también con la cabeza.

Y es verdad que escribí que nunca volvería, aunque también aquel día deje una puerta abierta.

Y me inscribí para 2023.

Mi rutina corredora hasta septiembre de este año no cambió. Mis cuatro o cinco o días semanales, entre cincuenta y sesenta kilómetros, rodajes tranquilos, pocos kilómetros de calidad, alguna carrera de vez en cuando (con unos tiempos muy aceptables) y ni rastro de lesiones.

Llegó septiembre.

Empezamos con el plan.

Subimos los kilómetros.

Y aparecen las series.

Y los largos.

Fui prudente. Puse como ritmo objetivo de carrera 4:40. Las series eran llevaderas.

Demasiado llevaderas. Subí el objetivo. 4:30.

Tres etapas puse en mitad del plan. La primera, a principio de octubre, la media maratón de L’Alcudia.

La corro en 1:30.

La cabeza se me empieza a llenar de números, de objetivos, de oportunidades, de ritmos, de posibilidades.

Si la carrera fue el domingo, el lunes siguiente, rodé. El martes, 15x400. El jueves, 5x2.000. En el último dos mil, a falta de cien metros, íbamos Jorge y yo. Se me puso gallito, entré al trapo y algo saltó en mi glúteo izquierdo.

Probé a salir el domingo siguiente. Imposible por el dolor.

Cuatro días más de reposo. Salgo. Cincuenta minutos suaves.

Ese sábado llego a la hora de rodaje tranquilo. Al día siguiente era la media maratón de Valencia, segunda de las etapas. Tenía dorsal. ¿Por qué no?

Salí. Tres veces estuve a punto de retirarme por el dolor, en el dos, en el tres y en el cinco. Pero las tres veces vi que, levantando el pie, el dolor se atenuaba. Cogí ya por fin el ritmo y, pensando que en la siguiente zancada me iba a tener que retirar, fui pasando kilómetros hasta que crucé la meta.

Hice 1:48. Mi peor marca en media por más de quince minutos (sin contar las que acompañé o hice como un entrenamiento). Y crucé la meta con una sonrisa, feliz. Y vi que aquello que repetí tantas veces de que el reloj no me iba a decir si me lo había pasado bien o no, era verdad. Y fui con mi medalla al cuello hasta casa muy feliz. Y muy orgulloso.

Al día siguiente tenía fisio. Síndrome del piramidal. Lumbares, piramidal, ciático (me lo explicó, pero no soy capaz de repetirlo). Me torturó, me mandó estiramientos y me programó un par de sesiones más.

Ese miércoles ya estaba corriendo. De mi cabeza desaparecieron las ensoñaciones. Volví al 4:40. Y los días pasaban y mis piernas respondían. Estirando mucho, desde luego. Y sin dolores.

Llegamos a la tercera etapa. Behobia San Sebastián. Decido tomármela como un largo. No la voy a disputar. Ruedo seis kilómetros y me meto en carrera.

En el kilómetro seis me tengo que parar. Voy completamente pasado de pulso. Me asusto. Estoy dos minutos hasta que me recupero. Vuelvo a la carrera y ya la completo sin sobresaltos, haciendo los últimos diez kilómetros, sin forzar, a 4:30. Buscando explicaciones, quizá la cena del viernes en la sidrería y sus digestivos posteriores no fueran beneficiosos. Y lo que mi cuerpo antes asimilaba, ahora prefiere protestar dándome unos sustos de muerte. Porque me vi en el hospital.

Sigo con el plan. Siguen cayendo los días y todo está en su sitio. Hay luz. Hay optimismo. Hay ganas.

Diez días antes del maratón hacemos siempre un diez mil a ritmo de carrera. Paco, el Máquina y yo hicimos los primeros cinco kilómetros a 4:40. Después aceleramos un poco, pero tampoco tanto. A falta de cien metros, me empieza a doler en la cara posterior del muslo izquierdo.

El plan ya estaba hecho. Sólo quedaban rodajes tranquilos. Los cuatro siguientes los hago, pero corriendo siempre con dolor.

Vuelvo al fisio. Tengo el ciático como una soga. Me programa dos sesiones: jueves y viernes. La carrera es el domingo. Descargarlo. Bajar la inflamación. Me dice que ruede un poco el sábado y, el domingo, pues debería estar bien.

Salgo el sábado a hacer mi rodaje de media hora previo a la carrera. Este rodaje es para mí pura emoción. Al día siguiente es la carrera y repaso cómo ha sido toda la preparación, porqué me he ganado el derecho de estar en la salida. Ayer fue así. El río era un espectáculo, lleno de gente de mil países corriendo. A los veinte minutos vuelve el dolor a la zona. Más que dolor era una molestia, pero allí estaba. Se acabó la emoción. Volví a casa totalmente desanimado.

Domingo por la mañana. Había quedado con Rafa. Hemos ido al trote. Allí ya nos hemos juntado con Paco, Palazón, Quique, Juanfrán. También Tomás. Cada uno se ha ido a su cajón. ¿Mi objetivo? Había corrido la media de Valencia al ritmo que me dejó el dolor. Pues ese mismo. Ni cronómetro ni nada. A las 8:45, disparo, “Libre” y a correr.

Salida. Kilómetro uno. Noto un rescoldo en la zona. Llevo un ritmo bueno. Pasan los kilómetros. Sigo igual. El cinco. El diez. Empiezo a creer. Quince. Voy bien. Veo a mi hijo un par de veces. Calle de la Reina. Media maratón.

A partir de ahí, el rescoldo empieza a subir de intensidad. Bajo el ritmo. Subo la avenida del Puerto. Ana. Mi hijo otra vez. Sanfélix. Me molesta más. Giro por Eduardo Boscá. Kilómetro veinticuatro. Y en ese punto, de repente, noto algo parecido a un mordisco en la zona.

Me paro. Ando un poco. Arranco otra vez. El dolor es enorme. No puedo hacer dieciocho kilómetros así. No puedo hacer ni diez metros así.

Me voy para casa.

He preparado veintiuna maratones en mi vida. Terminé dieciséis. Cinco veces tuve que buscar el lado bueno, la diversión de la preparación, la compañía, los momentos vividos para poder sobrellevar la desazón de no cruzar la meta, de quedarme en el camino. El maratón me ha dado mucho. Muchísimo. Me ha dado tanto que hoy estaba otra vez en la salida incapaz de asumir, de aprender. En el kilómetro veinte tenía esta entrada ya escrita en mi cabeza. Las sensaciones, la emoción de volver. Los agradecimientos. Mi padre. Cuatro kilómetros después, volviendo a casa, veo a mi hijo que iba corriendo a la calle de la Paz para verme pasar de nuevo. No hace falta que vayas. Y nos hemos abrazado. Y yo no podía estar más triste. Sé que esta pena dura dos días y no le voy a dar ni un minuto más. En cuanto se vaya el dolor volveré al asfalto. Y seguiré corriendo. Y para qué voy a decir que no voy a volver al maratón cuando sé que soy lo suficientemente idiota como para volver a intentarlo para volver a morir en la orilla. Porque antes el maratón era felicidad. Era un cuento. Con más luz. Con más colores. En tonos más grises. Pero con un final feliz. Ahora es una película de suspense, llena de miedos, de dudas, de incertidumbre, de sobresaltos. Y con un final doloroso. Muy doloroso.

Es sólo una carrera.

Mañana saldrá el sol.

He sido muy feliz en el maratón. Me ha dado infinidad de momentos preciosos. Y esos momentos buenos vencen por aplastamiento a los tristes.

Pero hoy…

Dos días de tristeza.

Y ni un segundo más.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Aunque no lo pienses te has ganado esa camiseta. ❤. Ana

El Impenitente dijo...

Al final me convenceréis.