lunes, 12 de septiembre de 2022

Verano del veintiocho

Acabo de terminar “El vino del estío” de Ray Bradbury (“Dandelion wine” en el original. Lo escribo porque me encanta decir dandelion. Suena muy bien).

Qué bonito es este libro.

Pero qué bonito.

Pero qué tremendamente bonito.

Lo puse en la lista de posibles tras leer la reseña de uno que fue y ya no es, y de futuros después de leerme “Crónicas marcianas”. Nunca lo busqué con demasiado ahínco, eso es cierto (los libros no se buscan. Se cruzan. Se encuentran). Si iba a alguna librería o a alguna biblioteca, miraba a ver si estaba. Cuando algún amigo invisible pedía sugerencias, lo sugería. No lo encontraban. Descatalogado. No sé. Al final, pues hice algo que no sé si es legal o no: lo busqué en pdf (no me lo crucé. Me salté el procedimiento. Ha merecido la pena). Y lo imprimí (viva el papel).

La traducción es mejorable.

Las erratas, los errores ortográficos, los acentos que faltan indican que mucho celo en la revisión de los textos no se ha tenido.

Aun así…

Qué bonito es este libro.

Pero qué bonito.

Pero qué tremendamente bonito. 

 “El vino del estío” es un libro de relatos situado en la localidad de Green Town, en Illinois, durante el verano de 1928. El nexo de los relatos, aparte de la ciudad/pueblo/villa (veintitantos mil habitantes), son los hermanos Spaulding, Douglas y Tom, de doce y diez años. Green Town tiene su bruja, su asesino, su cañada, sus casas con porche, su cine y su trapero. Green Town no existe, dicen. Da igual. Exista o no nadie nos puede quitar este verano. Todos tenemos, al menos, un verano en nuestra vida. Ahora tengo un verano más.

Porque…

Qué bonito es este libro.

Pero qué bonito.

Pero qué tremendamente bonito.

Hemos leído en los cuadernos de Tom y de Douglas; hemos visto cómo Douglas descubría que estaba vivo, que los amigos pueden marcharse y, también, que habrá de morir; hemos conocido al abuelo y su relación con las máquinas cortacésped; nos hemos calzado las zapatillas “pies livianos” de Douglas; nos hemos sentado en el porche y hemos escuchado; hemos visto a Leo Auffman construir la “Máquina de la Felicidad” (y hemos descubierto a Lena Auffman, un personaje que se merecería un libro para ella sola); hemos pasado por la cañada de noche; hemos sacudido las alfombras; vimos cómo la señora Bentley descubría el presente; disfrutamos de la Máquina del Tiempo (pobre Ching Ling Soo) y sufrimos con su final; hemos saludado a la señorita Fern y a la señorita Roberta en su Máquina Verde; hicimos el último viaje en el tranvía con el señor Tridden; hemos leído (con dificultad. Leer con los ojos llenos de lágrimas no es fácil) la historia de Bill Forrester y Helen Loomis, una de las más hermosas historias de amor que jamás se hayan escrito; pudimos despedir a la bisabuela; ayudamos a secuestrar a Madame Tarot (porque conocemos su secreto); aprendimos a calcular la temperatura por el canto de las chicharras; odiamos a la tía Rose y ayudamos a que la abuela recuperase su arte; vimos cuál es la mejor manera de conservar cada uno de los días del verano. Y también conocimos al trapero (¡No, señora, trapero no!). Y también se merece un libro.

En Green Town he sido feliz.

En Green Town he pasado uno de los veranos de mi vida.

Porque…

Qué bonito es este libro.

Pero qué bonito.

Pero qué tremendamente bonito.

2 comentarios:

GARRATY dijo...

Si yo fuera el editor del libro haría una tirada con tu texto en la contraportada. Se venderían como churros.

El Impenitente dijo...

Gracias, hombre. No sé si como churros, pero cuando escribí sobre "Crónicas marcianas", motivé a una amiga de Ana a leerse el libro y le gustó tanto que (tiene bastante poder de persuasión ella) consiguió que en la capital del Secarral fuese el libro más leído durante una temporada. Es una de las veces que más cerca he estado de ser influyente. Y es una sensación agradable.