martes, 7 de noviembre de 2017

La montaña y mi estómago

Soy corredor de asfalto. O de pistas de tierra. No me importa subir o bajar. No le tengo miedo al cronómetro. Odio la montaña (o el trail como les gusta decir a los acomplejados quiero y no puedo que necesitan introducir términos en inglés para darse importancia). No quiero preocuparme por dónde piso. Correr, sí. Triple fractura de tibia y peroné, no. Pero una cosa sí que le reconozco a las carreras de montaña. Allí pasan cosas. Una de asfalto puede resumirse en dos líneas. Las de montaña, especialmente para los que la pisamos poco, tienen más miga.

Volvimos a “Árboles y Castillos”, una carrera por equipos y por etapas (quince esta vez) que se corre entre las localidades de la comarca valenciana del Camp del Turia. Cuatro años fuimos (2007, 2008, 2009 y 2010). Luego llegó la crisis, se acabó el patrocinio y Correcaminos dejó de organizarla. El año pasado la Mancomunidad del Camp del Turia la retomó y este año estuvimos de nuevo en la línea de salida junto a otros veinticuatro equipos, la mayoría de la zona, todos ellos de corredores. Runners, ni uno.

Tal y como empezamos a mover lo de inscribirnos, me pedí la etapa Villamarchante-Ribarroja. La conocía de 2009 y 2010, cuando la corrí, y donde me había ido muy bien. Casi trece kilómetros, con cuatro primeros llanos, luego una subida brutal a la Rodana Gran por un sendero que ni las cabras, una bajada larga por pista, una zona de toboganes también por pista, una última subida por donde tampoco se han visto nunca cabras y ya descenso hasta Ribarroja por camino.

Traté de buscar el perfil de la etapa por si había habido alguna modificación. No venía en la página oficial. Sí encontré un resumen de la etapa, donde se decía que era ideal para los amantes de las carreras de montaña. Sentí una punzada en el estómago. Luego me reí. –Exagerados. Tampoco era para tanto.

Llegamos temprano a Villamarchante porque quería rodar media hora antes. Me fui por lo que era el principio de nuestra etapa. Vi cintas puestas, aunque alguna salida no quedaba bien indicada. Me acerqué a uno de la organización y se lo hice saber. -Tranquilo, por aquí vienen los que salen de Loriguilla. Vosotros vais por la montaña, no por aquí.

Pinchazo en el estómago.

Volví hacia la zona de la salida. Empecé a ver gente pertrechada con bastones y mochilas de agua. Pinchazo en el estómago. Me acerqué a un corredor del equipo de Villamarchante. Le pregunté por el recorrido. Me informó que hasta la cima de la Rodana Gran coincidía con la carrera de montaña que organizan en el pueblo. Luego, pues como siempre. Más o menos.

Pinchazo en el estómago.

Dieron la salida. Doscientos metros, giro a la derecha y todo para arriba. Subí bien. Cogí mi sitio y, dando saltos de piedra en piedra, pues avanzaba. El problema llegó cuando empezamos a bajar. Aquello era todo roca. Yo bajaba como Chiquito de la Calzada. Me pasaron tres de los que no sé cómo hacen para bajar tan deprisa sin matarse. Llegamos abajo y nos metimos por un camino por donde se podía correr. Los tres que me habían pasado bajando me los merendé en cien metros. Vi cuatro a los lejos y les fui recortando. Llegamos a las faldas de la Rodana Gran. Empezamos a subir. Uno de ellos se puso a andar enseguida. –Pronto empiezas. Cayó. Al siguiente lo pasé corriendo. Al tercero lo pasé ya en el tramo final, cuando no te queda más remedio que andar. El cuarto fue superado cincuenta metros después de hacer cumbre.

A partir de ese momento comenzaba el terreno conquistado. Me tiré por la pista aquella oteando el horizonte buscando nuevas víctimas. No veía a nadie. Bueno, a nadie corriendo. Mucho senderista y mucho ciclista. En un cruce los tenían parados para dejarnos pasar. Al llegar, escucho:

-¡Vamos, villaescusero!

Héctor, un amigo de J.P. Subidón. Sigo corriendo. Aquí tendría que estar el agua. No hay agua. Nadie por delante. Se acaba la bajada. Comienzan los toboganes. Al final de uno de ellos, una mesa con botellas. Tenía que parar a cogerla. Yo no paro. Trato de coger una. Tiro cuatro o cinco. Sin agua, a hacer puñetas. Sigo corriendo. Nadie por delante. Veo a uno de la organización, que me indica que, a cien metros, tengo el desvío para la segunda subida sin cabras.

-¡Vas séptimo!

-¡Fenomenal!

Giro para iniciar la subida. Arriba veo la camiseta roja de mi antecesor. No lo pillo. Da igual. Subo como puedo. Llego arriba. Otro de la organización. -A la izquierda, cuarenta metros y a la derecha. Bajada técnica.

Pinchazo en el estómago.

-¿Cómo de técnica?

-Muy técnica.

Izquierda. Cuarenta metros. Miro a la derecha. Me paro. Delante de mí, el abismo. No sé lo que sentirá un saltador de esquí arriba del trampolín de Garmish Partenkirchen, pero no se debe de ir mucho. Una bajada con una pendiente demencial toda ella de tierra suelta y de piedras desprendidas sin apenas vegetación a los lados por donde poder agarrarse. Comienzo a bajar de lado. Resbalo. Me caigo. Bajo a cuatro patas boca arriba. –Que no me esté viendo nadie. Que no me hagan fotos. Estoy esperando que en cualquier momento empiecen a pasarme los que bajan como locos. No pasan. Incomprensiblemente termina el tramo malo. Vuelvo a correr. Vuelvo a ser corredor y no un pelele. Sólo hay que llegar a la carretera, cruzarla y ahí está la meta. Junto a la carretera, una chica de la organización.

-Hay que cruzar por el tubo.

El tubo es un colector de un metro de diámetro. Hala, a agacharse y a correr como un jorobado. Salgo del colector, cincuenta metros y veo las banderas de meta y escucho los gritos de los climaturbios que allí estaban. Llego. He llegado. -¿Qué tal? –Dos cosas. La primera es que el año que viene volvemos. Esta carrera es fabulosa. Y la segunda es que a mí en esta etapa no me volvéis a ver. Mi estómago es demasiado delicado para tanto pinchazo.

Aunque ahora que estoy escribiendo esto…, no lo sé. Joder, siempre igual.

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