martes, 24 de junio de 2008

La fórmula secreta

Estando en Ginebra nos propuso el primo de Ana quedarse con los críos para que nos fuésemos Ana y yo a cenar por ahí los dos solos. El plan era apetecible pues ya ni nos acordábamos de la última vez que nos habíamos ido de cena los dos. Aún así protestamos, pero Jose A. resultó convincente.

-Nada, nada. Nos quedamos con ellos. No se van a quejar. Además, os voy a reservar en un restaurante asiático que está por aquí cerca. Es bastante íntimo. Y también forma parte de la tradición que todo miembro de la familia que pasa por aquí vaya a cenar a ese restaurante.

No se puede luchar contra las tradiciones. Dejamos a la cría semidormida y al crío le resultó indiferente que nos fuésemos. Estaba muy entretenido pegando pegatinas en un cuento.

Llegamos al restaurante, que resultó ser cercano, asiático e íntimo. Hacinadamente íntimo. Estaba a reventar. Nos dieron una mesa que estaba separada quince centímetros de la mesa de la derecha y otros quince de la de la izquierda. Lo de la intimidad era porque estaba muy oscuro y en cada mesa había una vela. La vela era muy práctica para arrimarla a la carta y así poder leer la misma.

Como somos tan poco cotillas no pudimos evitar el fijarnos en nuestros vecinos. A mi derecha teníamos a dos tortolitos multirraciales que se amartelaban en francés y nosotros de fransé guian de guian. A mí izquierda teníamos a otra pareja que se entendían en un inglés macarrónico. Y dado que el inglés macarrónico es el único en el que cual nos defendemos decidimos centrarnos en esta pareja.

La formaban dos treintañeros. Ella era una chica lánguida al borde de la anorexia de cabello lacio y blusa que brillaba en la oscuridad. Él era parecido a George Michael pero mucho más hortera, con camisa blanca con unas cosas negras indefinibles. Ella estaba recostada en su asiento con un gesto de hastío infinito. Él la estaba soltando una milonga autocompasiva infumable que me estaba poniendo nervioso. Ana y yo nos mirábamos y decíamos –aquí no hay turrón esta noche. Lo decíamos muy bajito, claro, que por allí el más tonto habla cinco idiomas.

Se hizo el silencio en la mesa de al lado. Un silencio de esos estruendosos. De repente, el George Michael de pacotilla exclamó:

-But i want to play with you.

Entonces la chica lánguida comenzó a sonreír, se incorporó, le cogió de la mano y empezaron a darse besitos por encima de la mesa hasta que se levantaron y, abrazados, abandonaron el restaurante cercano, asiático e íntimo.

Mientras los veía marcharse pensaba –coño, a ver si va a resultar que el but i want to play with you es la frase mágica, la fórmula infalible, la llave maestra, el sortilegio secreto, la clave del enigma. Y recordé mis diecisiete, dieciocho años, cuando las tías se me morían de aburrimiento mientras yo les contaba emocionado la fabulosa remontada de Dave Wottle y su gorra en la última recta de la final de ochocientos en Munich 72, o les explicaba con que elegancia atacaba las vallas Eddie Ottoz. Si yo hubiese tenido la clave, si yo les hubiese dicho entonces lo de but i want to play with you me habría convertido en el puto amo. El puto amo. Che, qué lástima, tú.

5 comentarios:

elbé dijo...

Estas cosas siempre las aprende uno demasiado tarde.

Álex dijo...

Ya, y si mi abuela tuviera ruedas sería un motocarro.

Apolonio-de-Rodas dijo...

Menos lobos....so cotilla!

3'14 dijo...

Suele ser esa la historia... Los que todavía no se han llevado el pez al agua observan como tratan de pescarlo los demás, mientras que los que están por la labor piensan si terminarán, pasados los años, pendientes de las conversaciones de las mesas de sus vecinos...

Si no es por dar la nota agria, pero es que parece ser lo que sucede. Dime por lo menos, que entre juego y juego le soltaste eso del i want play with you a Ana en algún momento de la velada :)

El Impenitente dijo...

La danza del apareamiento siempre es curiosa, independientemente de cómo y desde dónde se observe.

Y el but i want to play with you se ha convertido en una frase cotidiana.