Tiene Raymond Chandler un libro llamado “Peces de colores” que consta de dos relatos y una introducción titulada “Apuntes sobre la novela policiaca” donde enumera unas pautas y da sus opiniones. Una de las reglas que define es que el lector, en estas novelas, debe tener en quién confiar. El detective es el personaje encargado de buscar la verdad y es a quien sigue el lector. Que nos pueda decepcionar tanto el narrador o el personaje a través del cual se escribe la historia, es calificado por Chandler como un “flagrante delito de deshonestidad” por parte del autor. Sin embargo, luego abre un paréntesis para explicar por qué la violación de esta regla en “El asesinato de Rogelio Ackroyd” (en la traducción que me he leído todos los nombres están castellanizados: Carolina, Rogelio, Jaime, Carlos… Y así lo dejo) de Agatha Christie nunca le había afectado: primero, porque “esa deshonestidad está muy bien explicada”; segundo, porque “la presentación de la historia y el elenco de personajes demuestran claramente que el narrador es el único asesino posible, hasta el punto de que el problema que se le plantea al lector inteligente no es el de saber quién ha cometido el asesinato sino, más bien, “sígueme de cerca y atrápame si puedes””.
No leí en su momento este libro. Y, en fin, me entró la curiosidad. Agatha Christie me quedaba ya muy lejos, pero Chandler es Chandler. Aunque leer una novela policiaca sabiendo de antemano quién es el asesino, pues algo de gracia le quita. Pero Chandler es Chandler. Y como Chandler es Chandler…
Pues me la he leído.
En un santiamén.
¿Puede la estructura de un libro ser una espiral? Esta sensación es la que he tenido mientras la leía, con un comienzo parsimonioso, pero que se iba acelerando a cada paso convergiendo en espiras a un punto central, a una apoteosis. El sentido del ritmo que logra la autora, en mi opinión, es admirable. Y siendo ella como es una maestra de las puestas en escena, de las sorpresas y de los giros, pues me he dejado llevar por la espiral y su aceleración. El hecho de saber quién mató a Rogelio (perdón por la familiaridad) me hizo fijarme en detalles que no sé si habría captado: el nerviosismo que le causaba al narrador ciertas situaciones imprevistas, aunque siempre era capaz de justificarlas; la forma en que Poirot le dosificaba la información. Me resultaba extraño que el asesino estuviera haciendo una crónica como espectador de todo el proceso, sin dar ni una pista, pero esto queda bien explicado al final. Porque todo queda bien explicado. Todo está atado cuando la autora te deja en el punto central, cuando cierras el libro. Y es entonces cuando me acordé de mi hermana y de mi primo y cómo compartimos y comentamos aquellas novelas. De cómo las vivimos. Y los eché de menos.
Tal vez sea cierto que la vida es simétrica y que estoy volviendo a mi juventud.
Y si he de volver también a sus pecados, por favor, que sean sólo los literarios.
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