lunes, 30 de junio de 2025

Carta de amor a Marisol en dos fotos y dos canciones


En un callejón que da a la plaza del Negrito. Otro lugar donde peregrinar. O para pasar a saludar.

Mis padres tenían el sencillo de la versión que hizo Marisol del “Corazón contento” de Palito Ortega. Ahora lo tengo yo. Es una canción a la que quiero de tal manera, una canción que lleva tanto tiempo acompañándome, que soporta sin problemas su popularidad sin sufrir menoscabo en mi estima (qué palabra tan hermosa es menoscabo). Los demás no consiguen arrebatármela. Con esa letra, la carta de amor por excelencia. Se podrá decir de muchas otras maneras, la mayoría de ellas más bonitas. Pero todas llevarán la esencia de esta canción dentro.



La “Balada para la soledad de mi guitarra” es a la tristeza lo que “Corazón contento” es a la alegría. Es a la tristeza, para mí, lo que “Diario”, de Nacha Guevara. Es al nihilismo, para mí, lo que aquel verso de Serrat (y me pregunto por qué nacerá gente, si nacer o morir es indiferente). La canción es de Caco Senante (que no sólo le escribía al mojo picón y a las gaviotas perdidas en Madrid). Tal vez la producción no haya envejecido muy bien. La melodía, la letra y la voz de Marisol no han envejecido. Esta canción también me acompañó muchas veces. Y la canté en mis soledades. Y será bonito cantarla junto a ella, igual que el “Corazón contento”, cada vez que pase a saludarla, cuando me pierda por el centro y termine junto a la plaza del Negrito.


martes, 24 de junio de 2025

Ponle freno

Paco nos tentó. Nos dijo que se había inscrito a una carrera junto a su mujer, O., cuya salida estaba cerca de mi casa (ese anzuelo iba para mí) y nos propuso hacerla rodando, juntos. El Barbas contestó que no decía que no. Yo…

La carrera era de ésas de carácter solidario exhibicionista que organiza y promociona un grupo mediático en contra de los accidentes de tráfico, siguiendo las corrientes buenistas que imperan y que le permitirá, supongo, captar alguna que otra subvención y, por supuesto, arrogarse cierta autoridad moral. Cada vez que me sale algún anuncio de esta carrera, lo quito mascullando palabras tales como gilipollas, runners, miserables y demás.

Paco forma parte de una facción climaturia, junto a Tomás y al Máquina, que se caracteriza en que, corriendo, lo que dicen que van a hacer no se parece a lo que hacen. Innumerables veces, haciendo series, compitiendo, hemos quedado en algo y, tal y como dan la salida, ni caso. Nunca supe qué pasa por su mente en ese instante para borrar todo lo que dijeron, por qué túnel espacio temporal pasan y al que los demás no tenemos acceso. Así, cuando Paco dice rodando juntos, piensas –claro que sí, hombre.

La prueba se disputaba en Valencia a mitad de junio a las ocho y media de la tarde. La temperatura ya sabías que iba a estar cerca de los treinta grados. La humedad, por el dos mil por cien. Aunque no vayas a disputarla, tentadora no era.

Y por último, ésta es una carrera de runners, de hacerse fotos, de contarlo, de exhibirlo. No era una carrera de diez kilómetros. Ni un diez mil. Ni un diez. Era una 10K. En femenino. Así lo dicen ellos, en su jerga.

Así que tenemos una carrera de capullos, innecesaria, sin sentido, que no aporta nada, en mal horario y en mala fecha. La respuesta era evidente

 -Vale.

Cuando digo que la edad no protege de la estupidez, no pienso sólo en la gente de mi alrededor.

Me arrepentí al instante. Entré en la página y vi que la carrera transcurría casi por completo por el viejo cauce del Turia. Para correr por el río rodeado de cretinos, no hace falta apuntarse a ninguna carrera (no le vendría mal al cauce una fumigación). Para colmo, el viernes me escribe Paco que a qué ritmo voy a correr. -¿Ritmo? Ni idea. Iré sin reloj. Se trata de ir juntos, ¿no? O en eso quedamos. –Joder, es que entonces me gana mi mujer: -Paco, tenía esperanzas de que, por una vez, respetaras tu palabra. Ya me has vuelto a engañar.

Así que, todo ventajas. Ya no sólo iba a una carrera arrepentido y sintiéndome un idiota. También iba enfadado. Recogí por la mañana el dorsal y la bolsa del corredor: una bolsa de cuerdas (si alguno necesita, tengo. Si alguno necesita cien, tengo), una camiseta bastante buena, aunque un rato fea, y que nunca me podré poner (cada vez que suelto una de mis soflamas a favor de los corredores y en contra de los runners, bastaría con que alguno mostrara una foto mía con esa camiseta para que me hundiera el argumentario) y una bolsita con un cepillo de dientes y pasta dentífrica. Por la tarde, rodé unos cinco kilómetros solo. Nos juntamos los cuatro (Paco, Barbas, O. y yo) un cuarto de hora antes. Observamos que, evidentemente, era una carrera de runners, porque todos estaban haciéndose fotos y porque en torno al ochenta por cien llevaban puesta la camiseta de la carrera (siempre recomiendan no estrenar nada en una competición. Entre la sensatez y presumir, el runner lo tiene claro). Nos ubicamos en la salida, empapados en sudor, junto a una paraeta de la Guardia Civil de Tráfico (que se presten a esto) y escuchamos aplausos a alguno que estaría dando un discurso del estilo –no estamos a favor de los accidentes de tráfico. Estamos en contra- y otras obviedades similares.

Dan la salida. Prolongación de la Alameda, y vuelta por el puente de Monteolivete. Allí se produce un hecho que iba a marcar toda nuestra carrera: nos adelanta un motivado que se considera necesario para el colectivo cargando en sus espaldas con un altavoz del tamaño del Miguelete, con una intensidad sonora que no se mide en decibelios sino en kilobelios, y con un criterio musical, como hubiera dicho Mendoza, tres puntos por encima de nefasto y uno por debajo de deleznable. Volvemos a la Alameda y ya bajamos al río a la altura del Jamonero.

Y en el río, pues lo que es el río, con sus paseantes, sus ciclistas, sus perros, sus turistas, sus carritos de bebé y sus baches. El mendrugo del altavoz va cincuenta metros delante pero como si lo tuviéramos al lado. A mí me vibraban los cristales de las gafas. O. y yo íbamos juntos. Paco y el Barbas estaban en plena lucha interior, entre su naturaleza y sus ganas de desbocarse, por no hablar de la humillación que sentían al mirar a su alrededor y verse rodeados y adelantados por esa fauna, y la obediencia a la palabra dada. Se adelantaban. Frenaban. Esperaban. Aceleraban. Y así estuvimos hasta el puente de la Trinidad, donde ya se giraba y se bajaba.

Poco antes del puente estaba el avituallamiento. Había cuatro dando agua. Exactamente, cuatro (uno más que tres, dos menos que seis). Sorprendentemente, una causa tan mediática y tan solidaria no había previsto más voluntarios para avituallar en una carrera donde corrían más de mil personas. No pillamos agua. No hidratarse en una carrera de diez kilómetros con esa temperatura y esa humedad es algo que recomiendan nueve de cada diez hijoputas (el décimo, como dirían Faemino y Cansado, recomienda un chicle con azúcar). Por cierto, a la mañana siguiente temprano pasó el Barbas corriendo por allí. Todavía estaban tanto los puntos kilométricos como las botellas vacías de agua desperdigadas. Como dijo él, bien está, cuando uno se consagra a una buena causa como organizador, concentrarse en ella y no desviarse en algo tan secundario como podría ser dejar tu entorno tal y como te lo encontraste

Dimos la vuelta. El del altavoz empezó a dar muestras de fatiga. O., también. Íbamos recortando, pero muy despacio. Aquí sí que tuve tenciones de acelerar para alejarme de la música. No lo hice. No lo hicimos. Y en el kilómetro ocho, lo adelantamos. La satisfacción de aquel momento estuvo un punto por encima de épica y dos por debajo de gloriosa. Delante la música se oía menos (ya sólo me vibraban los imperdibles del dorsal). Y alejándonos del mal, con O. al límite, llegamos a la meta.

La cruzamos los cuatro cogidos de la mano. Ese momento tan hermoso que reflejaba el triunfo del equipo venciendo todas las tendencias individualistas. Ese momento que quedó inmortalizado en una foto en la cual se ve a tres tirillas junto a uno con gafas en un lateral que, si tirase sal, sería confundido con un luchador de sumo.

Aún nos quedamos un ratillo los cuatro, sin parar de sudar, con ganas de llegar a casa (para limpiarnos los dientes con ese fabuloso obsequio que nos habían dado), y riéndonos. Porque, al menos, nos reímos. ¿Fue ésta una de las peores carreras que hemos corrido? Sí. ¿Hemos aprendido algo? Ojalá. ¿Volveremos? Mejor estar callado. Por si acaso.

miércoles, 18 de junio de 2025

La felicidad (y sus escondites)

En dos de las tres carreras que organizamos en la aldea del Secarral tenemos clasificaciones y hay, por tanto, podio. Suelo encargarme de los premios y no es raro que me toque entregar algunos.

El fin de semana anterior celebramos el duatlón. Los trofeos de cada categoría los personalizamos. Como teníamos de sobra improvisamos otra categoría, que no está en el circuito (parejas mixtas) y llamamos a las tres primeras al podio.

No se lo esperaban.

Les pedimos perdón porque los trofeos llevaban etiquetas que no correspondían.

¿Les importó?

No.

En absoluto.

Y no fue porque el premio fuera nuestro bote de queso en aceite (legendario).

Fue porque en el podio está la felicidad.

Es divertido observar la felicidad. Y encontrarla.

Hay un local cerca del puerto que nos gusta mucho. Solemos ir dando un paseo y allí nos tomamos algo. El sitio es agradable. Estamos tranquilos. La música está bien y, a veces…




Muy bien.

Tienen un piano. Un día coincidió que dieron un concierto. Piano y voz femenina. Música italiana. Modugno. Mina. “Grande, grande, grande”, “Volare”, “Parole, parole”. Disfruté. Disfrutamos. Y me puse a imaginar. Me vi junto al piano. “Un bacio e troppo poco”. “Vecchio frac”. “Il cielo en una stanza”. “Meraviglioso". Breve amore”. Apoyado en el piano. Mi propio podio.

La felicidad.

jueves, 12 de junio de 2025

El sitio más aburrido del mundo

El lugar más aburrido del mundo estaba en El Perelló y se llamaba “Graffiti”. Entrabas allí y el tiempo se eternizaba. No sé si era la clientela, la música o la decoración. O la iluminación. O el camarero. O todo junto. Allí dentro no te reías. No se te ocurría nada ingenioso. Ni no ingenioso. No se te ocurría nada. Entrabas, salías y no te quedaba ni el recuerdo. ¿Qué podía quedarte cuando el cerebro se apagaba y la tensión se desplomaba conforme llegabas? Bastante era con que respirásemos (boqueando como los peces) y el corazón, a duras penas, bombease.

En tediosa competencia con “Graffiti” estaba el “Café Colón”, en la calle Manuel Candela de Valencia. Era el segundo lugar más aburrido del mundo, pero únicamente porque llegó después. Mismas características, mismos síntomas, mismos efectos. Cuando me preguntan si alguna vez estuve en coma, la respuesta oficial es no, pero la real difiere, si sumamos los ratos, cortos en el reloj, infinitos en el tiempo, pasados allí.

En el libro “El signo de los cuatro”, de Arthur Conan Doyle, puede leerse lo siguiente:

Fue la nuestra una comida alegre. Holmes, cuando quería, era un excelente conversador, y aquella noche quiso serlo. Parecía encontrarse en un estado de exaltación nerviosa. Nunca lo he visto tan brillante. Habló sobre una rápida sucesión de temas: sobre las comedias de milagros, sobre vajilla medieval, sobre violines Stradivarius, sobre el budismo en Ceilán y sobre los barcos de guerra del porvenir.

Sobremesa en el 221 B de Baker Street, en Londres. De repente, “Graffiti” me pareció el sambódromo de Río de Janeiro en Carnaval, y el “Café Colón”, la Tomatina. El lugar más aburrido del mundo cambia de ubicación. Al llegar al budismo en Ceilán, el coma ya sería profundo e irreversible. Y con los barcos de guerra del porvenir, la extremaunción.

viernes, 6 de junio de 2025

En esta entrada se cuenta quién mató a Rogelio Ackroyd

Pecados de juventud. Las novelas de Agatha Christie parece que sean pecados de mi juventud. No sé cuántas leí. O devoré. En la casa de la capital del Secarral, por sus estanterías, habrá más de veinte. Una de mis hermanas, un primo nuestro y yo nos las pasábamos, nos las quitábamos, las compartíamos, las comentábamos. Dejamos de leerlas. Dejé de leerlas. Igual fue por saturación. No recuerdo haber vuelto a leer ninguna pasados los veinte años. Y al hablar de aquellas novelas, es un sí, pero. Libros menores. Etapas que hay que pasar. Como los libros de Martín Vigil o de Richard Bach. O los de Hesse, Tagore, Huxley u Orwell. Los leí, sí. Pero justificándolo. Con la necesidad de dar una explicación. Y menospreciando, por supuesto. Lo dicho. Pecados de juventud. Pecadillos. Así, en diminutivo, que no tienen ni que confesarse.

Tiene Raymond Chandler un libro llamado “Peces de colores” que consta de dos relatos y una introducción titulada “Apuntes sobre la novela policiaca” donde enumera unas pautas y da sus opiniones. Una de las reglas que define es que el lector, en estas novelas, debe tener en quién confiar. El detective es el personaje encargado de buscar la verdad y es a quien sigue el lector. Que nos pueda decepcionar tanto el narrador o el personaje a través del cual se escribe la historia, es calificado por Chandler como un “flagrante delito de deshonestidad” por parte del autor. Sin embargo, luego abre un paréntesis para explicar por qué la violación de esta regla en “El asesinato de Rogelio Ackroyd” (en la traducción que me he leído todos los nombres están castellanizados: Carolina, Rogelio, Jaime, Carlos… Y así lo dejo) de Agatha Christie nunca le había afectado: primero, porque “esa deshonestidad está muy bien explicada”; segundo, porque “la presentación de la historia y el elenco de personajes demuestran claramente que el narrador es el único asesino posible, hasta el punto de que el problema que se le plantea al lector inteligente no es el de saber quién ha cometido el asesinato sino, más bien, “sígueme de cerca y atrápame si puedes””.

No leí en su momento este libro. Y, en fin, me entró la curiosidad. Agatha Christie me quedaba ya muy lejos, pero Chandler es Chandler. Aunque leer una novela policiaca sabiendo de antemano quién es el asesino, pues algo de gracia le quita. Pero Chandler es Chandler. Y como Chandler es Chandler…

Pues me la he leído.

En un santiamén.

¿Puede la estructura de un libro ser una espiral? Esta sensación es la que he tenido mientras la leía, con un comienzo parsimonioso, pero que se iba acelerando a cada paso convergiendo en espiras a un punto central, a una apoteosis. El sentido del ritmo que logra la autora, en mi opinión, es admirable. Y siendo ella como es una maestra de las puestas en escena, de las sorpresas y de los giros, pues me he dejado llevar por la espiral y su aceleración. El hecho de saber quién mató a Rogelio (perdón por la familiaridad) me hizo fijarme en detalles que no sé si habría captado: el nerviosismo que le causaba al narrador ciertas situaciones imprevistas, aunque siempre era capaz de justificarlas; la forma en que Poirot le dosificaba la información. Me resultaba extraño que el asesino estuviera haciendo una crónica como espectador de todo el proceso, sin dar ni una pista, pero esto queda bien explicado al final. Porque todo queda bien explicado. Todo está atado cuando la autora te deja en el punto central, cuando cierras el libro. Y es entonces cuando me acordé de mi hermana y de mi primo y cómo compartimos y comentamos aquellas novelas. De cómo las vivimos. Y los eché de menos.

Tal vez sea cierto que la vida es simétrica y que estoy volviendo a mi juventud.

Y si he de volver también a sus pecados, por favor, que sean sólo los literarios.