viernes, 26 de abril de 2024

Varios

Me gusta correr por la zona de la huerta de Alboraya. Es un viaje en el tiempo, además. Por allí entrenaba cuando era estudiante. Un lugar solitario. Y lo sigue siendo. Si te cruzas con alguien que también va corriendo, nos saludamos. Como entonces. Cuando éramos pioneros. Cuando éramos los raros. Y siento lo mismo que aquellos días, días de camisetas de algodón, de zapatillas pesadas. Lo mismo.

Ir a trabajar y que por la radio programen la versión de Eddie Cochran de “Hallelujah i love her so”. Que en una de las radios que suenan por la planta, donde siempre se escuchan las mismas canciones, empiece a oír la versión de los Ramones de “Needles and pins”. Y que me acerque hasta allí como un marinero con el canto de las sirenas. E imaginarme a Joey Ramone perforado por las agujas y los alfileres al verla. Y volver a mi sitio y buscar a Petula Clark (mi Petula) y su versión de la canción en francés (“La nuit n’en finit plus”). Lo larga que es la noche cuando te puede la tristeza y anhelas tener esperanza. Escuchar en un concierto una versión (colosal) de “A change is gonna come”. Y llegar a casa y sentir la necesidad de buscar primero la original, de Sam Cooke. Y después, a Otis Reding. Porque, como leí una vez, Sam Cooke te desborda el corazón. Otis te traspasa el alma.

He descubierto recientemente a Emilia Pardo Bazán. Fue gracias a Ana, que me acercó a “Los pazos de Ulloa”. Y me gustó mucho. También llegué entonces a Pardo Bazán como personaje. Desde luego, en mi opinión, su biografía merece ser leída. Y libro que se cruza suyo, libro que es tenido en cuenta. Acabo de terminarme uno con dos relatos o con dos novelas cortas (sigo sin saber con cuántas páginas se pasa de uno a otra). Uno de ellos se titulaba “La última fada” (confiemos en que quede alguna más) y me pareció totalmente innecesario. El otro, de título “Morriña”, me ha dejado muy tocado. La historia parece un sainete. Pardo Bazán narra derrochando prosa siendo la ironía protagonista permanente (qué envidia escribir así). Los personajes son caricaturizados. Todos. Todos menos uno (bueno, y otros personajes menores). Éste ves desde el principio que está condenado. Que su suerte sólo puede ser una. Pero, viendo el tono en que está escrito, crees que habrá otra salida. Tienes esa esperanza porque, bueno, simpaticé mucho con este personaje. Y no. No la hay. Y al final ves que esta historia es un drama. Y mi duda es pensar que hasta qué punto es lícito utilizar este lenguaje y este tono para contar una historia así. No vengo a prohibir nada, desde luego. Es más, entiendo a doña Emilia, satirizando para denunciar lo que vale la vida de unos y lo que vale la de otros. Pero, no sé, doña Emilia. No discuto que el libro esté muy bien escrito y que tal vez alcance su intención. Sin embargo, siento que le ha faltado el respeto a quien sólo es un personaje, aunque es más que un personaje. Y me duele.

viernes, 19 de abril de 2024

Reuniones

Considero que trabajar es lo que uno hace entre reunión y reunión. Mi opinión no está demasiado bien vista en mi empresa, ya que su política es la opuesta. Pero bueno, ir a reuniones, de vez en cuando, tiene sus cosas buenas, especialmente cuando la gente se cree Demóstenes y se empeña en utilizar palabras que no son las suyas, eligiéndolas por su sonoridad, no por su significado, sin saber que puede haber un cabronazo tomando nota y con un archivo que se enriquece día a día.

Porque está el que saltea los problemas.

Está el que pide un plano escotado. Y lo curioso es que, a las cotas, luego, no las llama escotes sino cuotas. De donde se deduce que escote, cuota y cota significan lo mismo.

Está el que afirma -tenemos que recaudar información.

Y la que dice -voy a hacer un resumen de lo que hemos hablado para aportar clarividencia.

Y el que nos quiere contar que ha desmontado una máquina. Pero realmente no la desmonta puesto que unos días la descuartiza y, otros, la desarticula.

El que nos informa de que ha abierto un paso entre una zona y otra al que él llama obertura. Y yo feliz, pensando que va a venir la Primitiva de Liria o la Filarmónica de Viena a tocar a la planta.

El que nos trae información en un tríptico y nos dice -en este críptico podéis leer…

El que nos adelanta que la máquina empezará a fallar porque tiene la adolescencia programada.

El que pide que abran la ventana para que transpire la habitación.

Y el que se disculpa porque tiene que salir a beber agua puesto que se encuentra disecado.

sábado, 13 de abril de 2024

Homérico

Cuando, en la entrada anterior, hice referencia a los adjetivos que requerirían autorización, dudé con –homérico. Por una razón. En la RAE, relacionan el término con Homero. Y no es una palabra que se use mucho (sólo conozco a una persona que se haya leído “La Iliada” y “La Odisea”). El omitirla no suponía nada. Pero sí que me apetecía ponerla porque, para mí, homérico no tiene que ver con Homero sino con Michaleen (Miquelino) Flynn, el personaje de “El hombre tranquilo”, la película de John Ford. Y ser devoto de esta película debiera autorizar a su uso. Dudé, como he dicho, aunque, al final, acepté lo que escribe la RAE, no vaya a ser que me amonesten.

Nuestra deriva viendo películas recuperando el tiempo no tiene un criterio muy definido aunque sí: vemos la que nos apetece. Yo intento hacer parada de vez en cuando en mis nichos: Woody Allen y películas clásicas. Y disfruto el doble, en estos casos, porque siempre es un placer ver, por ejemplo, “Annie Hall”, “La Rosa Púrpura del Cairo” o “El Halcón Maltés” y, además, comprobar que no han perdido nada, que me siguen emocionando, conmoviendo o fascinando. Y el placer puede ser triple cuando le descubres una de estas películas a alguien y ves que cae a sus pies.

Ana no había visto “El hombre tranquilo”. Y me planteó el verla, pues había escuchado algo en la radio sobre esta película que la animó. Con lágrimas en los ojos dije que sí, con lágrimas en los ojos la busqué, con lágrimas en los ojos la encontré y con lágrimas en los ojos la vi. Porque es un peliculón y lo seguirá siendo en los próximos cien mil millones de años (o más). La historia. Los personajes. Cómo está contada. Los colores. Los paisajes. Innisfree. La música. La pelea. La lista negra. John Wayne siendo John Wayne. Maureen O’Hara siendo Mary Kate Danaher, porque nunca habrá una mujer como Mary Kate Danaher. Y los personajes secundarios, que son principales todos: Danaher, Miquelino, el cura católico, el pastor anglicano y su mujer. No pierde esta película con el tiempo. Gana. Gana cada vez que la ves.

Y también gana adeptos. El cartel que se ve ha llegado a casa para quedarse. Ya somos dos los fieles, los acérrimos, los devotos. Y también ya puedo decir –homérico- tranquilo, porque hay alguien que me entiende.

sábado, 6 de abril de 2024

Stendhaliano

El escritor francés Henry-Marie Beyle, que firmaba con el seudónimo de Stendhal, estando de visita en la basílica de la Santa Cruz, en Florencia, comenzó a sentir taquicardias, mareos y sudores mezclados con sentimientos de emoción y de felicidad intensa, y tuvo que abandonar el lugar. Esta reacción ante la belleza, que el propio Stendhal contó en su libro “Roma, Nápoles y Florencia”, fue catalogada, con el paso de los años, como un síndrome siendo bautizado como “el síndrome de Stendhal”.

Existen una serie de adjetivos de uso común que, en mi opinión, debieran limitarse. Son aquellos que hacen referencia a distintos autores (dantesco, berlanguiano, cartesiano, platónico, kafkiano, charlotada). Entiendo que, para utilizarlos, uno debiera estar autorizado (creo que ahora se dice empoderado). Para ello se tendría que pasar un examen que demuestre tus conocimientos sobre el autor adjetivado y, con el carnet que se te otorgue, ahora sí dar un uso correcto a dichos términos y, sobre todo, ponerlos en boca de quien se lo merece, no de cualquiera.

La estación de Canfranc fue inaugurada en 1928. Se construyó con la intención de tener otro punto de unión por tren entre España y Francia. Situada en el pirineo aragonés, estando en suelo español, la mitad de la estación pertenecía a Francia (si digo que gozaba de extraterritorialidad queda mejor), por lo que hubo que construirla con unas dimensiones considerables pues tenía que alojar todos los requerimientos, tanto funcionales como administrativos, por duplicado. La estación tuvo años de mucha vigencia, especialmente tras la Guerra Civil y durante la Segunda Guerra Mundial. Luego fue cayendo en desuso, cerrándose en 1970. Tras años de abandono, y después de diversos planes, la estación ha sido rehabilitada, siendo explotada como un hotel de lujo, habiéndose acondicionado también tanto la explanada ferroviaria como todos los edificios auxiliares adyacentes.

La estación. La marquesina delantera (siempre se me irán los ojos al hierro) y trasera. La montaña que protege (o que acecha) a la estación, a su espalda, con su cumbre nevada. El cielo blanco, haciendo difícil distinguir qué era cielo y qué era montaña. El sonido del río Aragón. La estación. La estación. La estación.

Mareos, no. Taquicardias, bueno, habíamos subido toda la cuesta andando. Sudores, el aire era frío y, aún así, me quité la bufanda y me abrí el abrigo. Felicidad, plena. Emoción, absoluta.

Y, sobre todo, y aunque no sea un adjetivo y esté pendiente de crearse el comité que legitime el uso de ciertas palabras, me considero con el derecho de apropiarme a mi conveniencia del nombre de Stendhal. Al fin y al cabo me leí las peripecias de Julien Sorel en “Rojo y negro” (incluido en mi lista titulada “libros que pasaron por mi vida sin pena ni gloria pero que me permiten chulear e ir de listo”) y las vicisitudes de Fabrizio del Dongo en “La cartuja de Parma” (un tostonazo salvo en su primera parte, donde se cuenta la batalla de Waterloo de manera, en mi opinión, fabulosa). Así, aunque sea de manera oficiosa, tengo el carnet que me autoriza (me empodera) a decir con propiedad que delante de la estación de Canfranc (qué maravilla) no sufrí un síndrome cualquiera, no. Lo que sentí en aquel sitio en aquel instante puede ser catalogado como “síndrome de Stendhal”. Y creo que es lo mínimo que ese lugar se merece.

lunes, 1 de abril de 2024

Humo

En una entrevista que leí hace poco que le hacían a Eliud Kipchoge (para los que corremos, un semidiós), destacaban el siguiente titular: “Si la mente lo cree, las piernas obedecerán”.

En el primer año en que compitió mi hijo tuvimos que ir a Mislata. Allí, a la entrada de la piscina, en un tablero, habían colgado un decálogo del nadador. El punto uno decía –No vas a ser olímpico. Lo argumentaba con datos: la cantidad de nadadores que va a unos Juegos (cada cuatro años) en relación al número de licencias que hay en todo el mundo estaba por debajo del 0‘1%.

Aquel primer punto me acompaña regularmente. Porque estoy ya un tanto cansado de tanta positividad. Estoy aburrido de todos estos predicadores que ahora proliferan (ahora hasta actúan en teatros) que no dicen más que obviedades de manera muy efectista y que hablan de la actitud, del liderazgo y de cosas así. Estoy harto de formaciones que nos dan charlatanes de feria que parecen fabricados en serie porque todos hablan igual, gesticulan igual, visten igual y dicen lo mismo. Estoy cansado de las grandes palabras vacías tan bien presentadas. Estoy hasta las narices del humo. Porque no. Porque la mente podrá creer, pero pregúntale a tus piernas antes, que se han ganado no sólo el derecho a opinar sino también de decidir. Y no. No vamos a ser olímpicos (bueno, Eliud. Tú, sí). No vamos a serlo. Y es entonces cuando vuelvo a creer que el escepticismo es posible. Que la inteligencia es posible. Y que la realidad, aunque pueda parecer lo contrario escuchando a estos memos (Eliud, tú, no), también es posible.