Dos cosas que me atormentan:
Una: en el cauce del Turia hay hitos situados cada cien metros. Estos hitos resultan muy prácticos especialmente para los que corremos por allí puesto que los utilizamos como referentes para nuestras carreras y nuestras series. Uno de nuestros kilómetros de referencia tiene un extremo en un hito situado bajo el puente del Real y el otro debajo de donde montan la falla de Na Jordana. Un kilómetro. Mil metros. Cuando hacemos series en ese kilómetro se nos van cuatro o cinco segundos de diferencia según corramos en un sentido o en otro, es decir, según vayamos río arriba o río abajo. La explicación a este hecho parece evidente: no es lo mismo subir que bajar. Pero la pendiente del Turia es muy suave. Y, si ésa fuese la explicación, tendría que ocurrir lo mismo en el resto de kilómetros que tenemos de referencia. Y eso no ocurre. Esto sólo ocurre entre esos dos puntos. Y nosotros con los ritmos somos muy precisos. ¿Puede la distancia entre dos puntos variar según se recorra en un sentido o en otro? La teoría dice que no. La distancia entre A y B es la misma que la que hay entre B y A. Pero es evidente que esto es algo que, al menos entre estos dos puntos, no ocurre en la realidad. ¿Por qué?
Dos: Tengo una muletilla bastante tonta que suelo repetir con relativa frecuencia-hay dos cosas de las cuales estoy seguro: una, que el sol sale por el este y dos- y aquí pues ya digo lo que quería dejar claro.
Pues bien, el sol no sale por el este. Y tampoco se pone por el oeste.
Bueno, esto no es exactamente cierto. En los equinoccios sí, pero sólo en esos dos días. En el resto no.
Esto es una carta estereográfica o de Fiser. Varía con la latitud pero, en el hemisferio norte, se puede ver que en primavera y en verano el sol sale entre el este y el noreste y se pone entre el oeste y el noroeste. En otoño e invierno sale entre este y sureste y se pone entre oeste y suroeste.
Y yo me acabo de enterar. Y no sólo me molesta ser tan ignorante. Me molesta también pensar que no puedo estar seguro de nada. A no ser que vaya a todas partes con mi carta de Fiser – de dos cosas estoy seguro: una, que ya que estamos en una latitud de cuarenta grados norte, y ya que hoy es veintiuno de mayo, el sol saldrá aproximándose al noreste separado del este veinticinco grados sexagesimales. Y dos…pues que vaya mierda.
jueves, 27 de febrero de 2014
sábado, 22 de febrero de 2014
Todo lo que no sabe sobre atletismo porque jamás le importó lo más mínimo
Abrimos esta bonita sección que tratará sobre esas anécdotas relacionadas con el atletismo que siempre estoy deseando contar pero que nunca tengo oportunidad de hacerlo.
¿Por qué la gente acompaña con palmas la carrera de los saltadores?
Willie Banks fue un saltador de triple salto estadounidense que estuvo en la élite desde finales de los setenta hasta mediados de los ochenta. Willie Banks fue un atleta de gran calidad que, si bien en la alta competición nunca rindió al nivel que se le suponía (sólo tiene un podio de relumbrón, plata en el Mundial de Helsinki 83), llegó a batir el record del mundo con una marca de 17,97 metros, record que duró diez años hasta que lo batió el británico Jonathan Edwards (del sesenta y seis, por cierto) en el Mundial de Gotemburgo 95. Willie Banks era un atleta de mucho carisma que, además, tenía grandes dotes de showman. Y fue él el primero que animó al público a que le aplaudiese antes de cada salto, aplausos que le ayudaban a concentrarse y que le acompañaban hasta la batida. Hasta entonces los concursos se seguían prácticamente en silencio. Con este gesto Willie Banks se convirtió en una estrella. El público siempre estaba pendiente de él. Las cámaras no se perdían ninguno de sus saltos. Y la costumbre se extendió. Y desde entonces, especialmente en los mítines, un atleta ha de pedir silencio si prefiere que las palmas no le acompañen en su concentración. Si no, aplausos.
¿Por qué los atletas dan la vuelta de honor con sus banderas?
Pues porque quieren. La pregunta está mal planteada y debiera ser, ¿desde cuándo se da la vuelta de honor llevando la bandera de tu país (salvo que seas español pues entonces llevarás quince, incluida la de tu mancomunidad y la de tu peña)?
A principio de los años ochenta la autoestima estadounidense estaba muy tocada. Tras las guerras de Corea y Vietnam y la crisis de los rehenes en Teherán la bandera de las barras y las estrellas ondeaba con tristeza. Ronald Reagan dijo que esto no podía ser y comenzó una campaña para elevar la moral del país. Aprovechando que en el año 84 se celebraban los Juegos Olímpicos en Los Ángeles se dio desde la administración la consigna de que todo atleta que ganase una medalla tendría que dar la vuelta de honor, como se había hecho hasta entonces, pero luciendo, como no se había hecho nunca, ostentosamente la bandera. Y como en aquellos Juegos la cosecha para los yanquis fue buena (Carl Lewis, Edwin Moses, Al Joyner, Alonzo Baber, Evelyn Ashford, Valery Brisco-Hooks, Joan Benoit, relevos…), entre otras cosas por el boicot de la URSS y de parte de sus países satélites (no todos, la Yugoslavia de Tito y la Rumanía de Ceaucescu sí que fueron), pues hubo barras y estrellas para dar y vender. La iniciativa causó sensación, cuajó, se extendió al resto de deportes y desde entonces todos los equipos viajan con dos maletas, una con la equipación y otra con las banderas.
¿Por qué la distancia del maratón es, exactamente, cuarenta y dos kilómetros, ciento noventa y cinco metros?
El soldado ateniense Filípides corrió desde la llanura de Marathón hasta Atenas (treinta y siete kilómetros) para anunciar que habían derrotado al ejército persa. –Alegraos, hemos vencido. Y se murió. Por lo visto había ido antes a Esparta a buscar refuerzos (doscientos y pico kilómetros), así que la fatiga estaba justificada. Cuando Coubertain decidió reinstaurar los Juegos Olímpicos incluyó la carrera de maratón en homenaje a Filípides. La carrera no tenía una distancia definida y estaba en torno a los cuarenta kilómetros. Llegamos a los Juegos Olímpicos de Londres, en 1908. El circuito estaba establecido y se modificó. La salida se llevó a los jardines del castillo de Windsor. Unos afirman que fue por deseo de Eduardo VII, para que la familia real pudiese ver la salida. Otros, que fue por decisión de la organización, para tener mayor privacidad. El caso fue que la salida la dio la mujer de Eduardo VII, la reina Alejandra. Y la meta estaba situada debajo del palco presidencial del estadio. Distancia: cuarenta y dos mil ciento noventa y cinco metros. Aquella carrera fue legendaria, quizá el maratón más famoso de la historia. El italiano Dorando Pietri entró destacado en el estadio. Pero llegó desfallecido, deshidratado. Se equivocó de sentido. Lo corrigieron. Se cayó cuatro veces. Lo levantaron y, entre varios, lo llevaron hasta la meta. Al poco llegó el estadounidense John Hayes. Reclamó y descalificaron a Pietri. Pero el bueno de Dorando había calado en los corazones. La reina Alejandra le dio un trofeo en compensación. Y la fama de Dorando corrió como la pólvora. Los promotores atléticos se frotaron las manos y empezaron a organizar duelos entre Dorando Pietri y John Hayes. Llegaron a organizar, dado el éxito, hasta veintidós. Y para que todo fuese igual que en la carrera de Londres la distancia a recorrer fue siempre la misma: cuarenta y dos mil ciento noventa y cinco. La distancia se popularizó, más tarde se homologó y desde entonces hasta ahora.
¿Por qué la gente acompaña con palmas la carrera de los saltadores?
Willie Banks fue un saltador de triple salto estadounidense que estuvo en la élite desde finales de los setenta hasta mediados de los ochenta. Willie Banks fue un atleta de gran calidad que, si bien en la alta competición nunca rindió al nivel que se le suponía (sólo tiene un podio de relumbrón, plata en el Mundial de Helsinki 83), llegó a batir el record del mundo con una marca de 17,97 metros, record que duró diez años hasta que lo batió el británico Jonathan Edwards (del sesenta y seis, por cierto) en el Mundial de Gotemburgo 95. Willie Banks era un atleta de mucho carisma que, además, tenía grandes dotes de showman. Y fue él el primero que animó al público a que le aplaudiese antes de cada salto, aplausos que le ayudaban a concentrarse y que le acompañaban hasta la batida. Hasta entonces los concursos se seguían prácticamente en silencio. Con este gesto Willie Banks se convirtió en una estrella. El público siempre estaba pendiente de él. Las cámaras no se perdían ninguno de sus saltos. Y la costumbre se extendió. Y desde entonces, especialmente en los mítines, un atleta ha de pedir silencio si prefiere que las palmas no le acompañen en su concentración. Si no, aplausos.
¿Por qué los atletas dan la vuelta de honor con sus banderas?
Pues porque quieren. La pregunta está mal planteada y debiera ser, ¿desde cuándo se da la vuelta de honor llevando la bandera de tu país (salvo que seas español pues entonces llevarás quince, incluida la de tu mancomunidad y la de tu peña)?
A principio de los años ochenta la autoestima estadounidense estaba muy tocada. Tras las guerras de Corea y Vietnam y la crisis de los rehenes en Teherán la bandera de las barras y las estrellas ondeaba con tristeza. Ronald Reagan dijo que esto no podía ser y comenzó una campaña para elevar la moral del país. Aprovechando que en el año 84 se celebraban los Juegos Olímpicos en Los Ángeles se dio desde la administración la consigna de que todo atleta que ganase una medalla tendría que dar la vuelta de honor, como se había hecho hasta entonces, pero luciendo, como no se había hecho nunca, ostentosamente la bandera. Y como en aquellos Juegos la cosecha para los yanquis fue buena (Carl Lewis, Edwin Moses, Al Joyner, Alonzo Baber, Evelyn Ashford, Valery Brisco-Hooks, Joan Benoit, relevos…), entre otras cosas por el boicot de la URSS y de parte de sus países satélites (no todos, la Yugoslavia de Tito y la Rumanía de Ceaucescu sí que fueron), pues hubo barras y estrellas para dar y vender. La iniciativa causó sensación, cuajó, se extendió al resto de deportes y desde entonces todos los equipos viajan con dos maletas, una con la equipación y otra con las banderas.
¿Por qué la distancia del maratón es, exactamente, cuarenta y dos kilómetros, ciento noventa y cinco metros?
El soldado ateniense Filípides corrió desde la llanura de Marathón hasta Atenas (treinta y siete kilómetros) para anunciar que habían derrotado al ejército persa. –Alegraos, hemos vencido. Y se murió. Por lo visto había ido antes a Esparta a buscar refuerzos (doscientos y pico kilómetros), así que la fatiga estaba justificada. Cuando Coubertain decidió reinstaurar los Juegos Olímpicos incluyó la carrera de maratón en homenaje a Filípides. La carrera no tenía una distancia definida y estaba en torno a los cuarenta kilómetros. Llegamos a los Juegos Olímpicos de Londres, en 1908. El circuito estaba establecido y se modificó. La salida se llevó a los jardines del castillo de Windsor. Unos afirman que fue por deseo de Eduardo VII, para que la familia real pudiese ver la salida. Otros, que fue por decisión de la organización, para tener mayor privacidad. El caso fue que la salida la dio la mujer de Eduardo VII, la reina Alejandra. Y la meta estaba situada debajo del palco presidencial del estadio. Distancia: cuarenta y dos mil ciento noventa y cinco metros. Aquella carrera fue legendaria, quizá el maratón más famoso de la historia. El italiano Dorando Pietri entró destacado en el estadio. Pero llegó desfallecido, deshidratado. Se equivocó de sentido. Lo corrigieron. Se cayó cuatro veces. Lo levantaron y, entre varios, lo llevaron hasta la meta. Al poco llegó el estadounidense John Hayes. Reclamó y descalificaron a Pietri. Pero el bueno de Dorando había calado en los corazones. La reina Alejandra le dio un trofeo en compensación. Y la fama de Dorando corrió como la pólvora. Los promotores atléticos se frotaron las manos y empezaron a organizar duelos entre Dorando Pietri y John Hayes. Llegaron a organizar, dado el éxito, hasta veintidós. Y para que todo fuese igual que en la carrera de Londres la distancia a recorrer fue siempre la misma: cuarenta y dos mil ciento noventa y cinco. La distancia se popularizó, más tarde se homologó y desde entonces hasta ahora.
domingo, 16 de febrero de 2014
Entremeses: Rubik
Pues una vez completé el cubo de Rubik. No sé cómo lo hice. Yo zascandileaba con el cubo y apareció de repente resuelto. Juro que es cierto. Juro que no hice trampas. Fue de chiripa. Sabía hacer una cara y luego seguía y a veces completaba dos; otras hacía una cara y los dos primeros anillos (yo lo llamaba la doble corona) pero siempre sin un método. Sin un criterio. Zascandileaba y salía. O no. Y luego me ponía nota en función de las piezas que estuviesen bien puestas. Si me encontraba benevolente, el total de piezas eran veintiséis y sobre ese total puntuaba. Si estaba más exigente descontaba las seis del centro de cada cara, que siempre están en su sitio, y hacía entonces la regla de tres. Y un cinco siempre fue un aprobado. Por clase circulaban las fórmulas para resolver el cubo pero nunca caí en la tentación de estudiármelas. Y si no lo hice fue por culpa de Moreno. Moreno sí que se las aprendió. Y allí estaba en clase chuleándose. Ahora lo resuelvo mirando al tendido del Siete. Ahora lo resuelvo haciendo el pino. Ahora lo resuelvo en bable. Y asocié aprenderme aquellas fórmulas con ser un chulo. Y preferí quedarme con mis cincos y con mis seises. Y con mi diez. Porque saqué un diez. Lo juro.
El cubo de Rubik ha vuelto. No sé si fue Melchor, Gaspar o Baltasar pero apareció en unos zapatos. Mis críos mucho caso no le han hecho, pero aquí estoy yo, zascandileando, recordando viejos tiempos. Puedo decir que el cubo de Rubik es como montar en bicicleta. Sigo con mis cincos y con mis seises. Y algún siete ha caído. Pero de ahí no paso. Moreno ya hace mucho que pasó de ser un chulo a ser un recuerdo entrañable. Y ahí está la tentación. Miré en el Yotube a ver si había algún vídeo que explicase cómo se resuelve. Y no hay uno. Hay cientos. Entré en uno de ellos. Un artista explicaba el proceso paso a paso y lo hacía de una manera muy graciosa, ya que él no zascandileaba con el cubo sino que desarrollaba algoritmos. Una solución matemática a un problema matemático. Tiene su lógica, desde luego. Y entonces apagué el vídeo. Y aquí estoy con mi duda. Zascandilear versus algoritmos. Mis cincos y mis seises versus al diez permanente. Jugar versus resolver. Explicado así la respuesta parece clara, pero ¿no saber frente a saber? That is the question.
El cubo de Rubik ha vuelto. No sé si fue Melchor, Gaspar o Baltasar pero apareció en unos zapatos. Mis críos mucho caso no le han hecho, pero aquí estoy yo, zascandileando, recordando viejos tiempos. Puedo decir que el cubo de Rubik es como montar en bicicleta. Sigo con mis cincos y con mis seises. Y algún siete ha caído. Pero de ahí no paso. Moreno ya hace mucho que pasó de ser un chulo a ser un recuerdo entrañable. Y ahí está la tentación. Miré en el Yotube a ver si había algún vídeo que explicase cómo se resuelve. Y no hay uno. Hay cientos. Entré en uno de ellos. Un artista explicaba el proceso paso a paso y lo hacía de una manera muy graciosa, ya que él no zascandileaba con el cubo sino que desarrollaba algoritmos. Una solución matemática a un problema matemático. Tiene su lógica, desde luego. Y entonces apagué el vídeo. Y aquí estoy con mi duda. Zascandilear versus algoritmos. Mis cincos y mis seises versus al diez permanente. Jugar versus resolver. Explicado así la respuesta parece clara, pero ¿no saber frente a saber? That is the question.
martes, 11 de febrero de 2014
Vivir como Larry
Larry la Langosta es un personaje de Bob Esponja. Larry trabaja como socorrista y es alto, fuerte y musculoso. Larry, además, es muy deportista y sólo practica deportes de riesgo, por lo que, con el añadido de su físico, es de los que las perniquiebra, como diría mi madre. Vamos, que tiene mucho atractivo. En un episodio Bob Esponja y Patricio, hechizados por su magnetismo, deciden que van a ser como él y empiezan a imitarlo en todo. Bob, para motivarse, repite constantemente la frase –vivir como Larry- mientras se esfuerza por conseguirlo. Y al final…. (¡ATENCIÓN, SPOILERS!) pues no me acuerdo si lo logran o no.
Un sábado por la noche, en la capital del secarral, estábamos unos cuantos de la cuadrilla en la Fonda. Perfectamente armados, como hubiese dicho el Senséi, con nuestros AK-47 reglamentarios (el legendario equipo DYC) charlábamos amistosamente sin haber alcanzado todavía el grado de exaltación de la amistad y a una distancia respetable pues la música no estaba demasiado alta. En un lateral estaba una televisión encendida. Me fijé y vi que estaban emitiendo un programa documental sobre una localidad estadounidense donde estaba ubicada una planta de producción de la Ford que acababan de cerrar. La televisión no tenía el sonido puesto pero, a través de los subtítulos, podía seguir el programa. Llegó un momento en que me aparté de la conversación puesto que el documental era muy interesante. Y muy duro. La situación en aquella localidad era calamitosa. La dependencia económica de la zona con respecto a la planta era total y se habían quedado sin nada. Todos los intentos por reflotar la economía de la zona, incluidos los de las autoridades, fracasaban. Llegaron a crear un museo del automóvil con el fin de atraer el turismo a la zona. El contraste de las imágenes de la inauguración con las posteriores, en las que se veía el abandono que sufría el mismo, era demoledor. Y sonando siempre de fondo estaba “Wouldn’t it be nice” de los Beach Boys. Subtitulado. Traducido. ¿No sería maravilloso vivir juntos en un mundo al que realmente perteneciésemos?
En el colegio de mis críos, y creo que en el resto también, las horas de entrada y salida se indican con música. No sé quién es el que decide las canciones en el de mis hijos pero mantengo una relación con él de amor odio pues tan pronto acierta de lleno como fracasa estrepitosamente. Un día comenzó a sonar “Wouldn’t it be nice”. Se aproximaba una temporada de amor. Me gusta mucho esa canción. Es más, siendo una canción de apariencia jovial pero con una carga soterrada de melancolía brutal, es de las que, más que gustarme, me conmueve. Y tal y como sonaba me iba ensimismando. Y recordaba aquel documental. Pensaba en aquella gente, en aquella ciudad. Pensaba en la frialdad del capitalismo, en la crueldad de los números, en la deshumanización del mundo. Y cada vez estaba más circunspecto. Más cariacontecido. Y la canción seguía, hasta que llega el momento en que cambia, esa parte en la que la letra dice -maybe if we think and wish and hope and pray it might come true. Y sigue. Y entonces los Wilson deberían decir –we could be married. Pero no. Surgiendo de no sé dónde de mi mente apareció Bob Esponja y cantó –vivir como Larry. Y a hacer puñetas la circunspección. A hacer puñetas la frialdad del capitalismo. A hacer puñetas la deshumanización del mundo. A hacer puñetas la melancolía soterrada y a hacer puñetas “Wouldn’t it be nice”. Vivir como Larry. ¿Por qué, Bob? ¿Por qué?
Un sábado por la noche, en la capital del secarral, estábamos unos cuantos de la cuadrilla en la Fonda. Perfectamente armados, como hubiese dicho el Senséi, con nuestros AK-47 reglamentarios (el legendario equipo DYC) charlábamos amistosamente sin haber alcanzado todavía el grado de exaltación de la amistad y a una distancia respetable pues la música no estaba demasiado alta. En un lateral estaba una televisión encendida. Me fijé y vi que estaban emitiendo un programa documental sobre una localidad estadounidense donde estaba ubicada una planta de producción de la Ford que acababan de cerrar. La televisión no tenía el sonido puesto pero, a través de los subtítulos, podía seguir el programa. Llegó un momento en que me aparté de la conversación puesto que el documental era muy interesante. Y muy duro. La situación en aquella localidad era calamitosa. La dependencia económica de la zona con respecto a la planta era total y se habían quedado sin nada. Todos los intentos por reflotar la economía de la zona, incluidos los de las autoridades, fracasaban. Llegaron a crear un museo del automóvil con el fin de atraer el turismo a la zona. El contraste de las imágenes de la inauguración con las posteriores, en las que se veía el abandono que sufría el mismo, era demoledor. Y sonando siempre de fondo estaba “Wouldn’t it be nice” de los Beach Boys. Subtitulado. Traducido. ¿No sería maravilloso vivir juntos en un mundo al que realmente perteneciésemos?
En el colegio de mis críos, y creo que en el resto también, las horas de entrada y salida se indican con música. No sé quién es el que decide las canciones en el de mis hijos pero mantengo una relación con él de amor odio pues tan pronto acierta de lleno como fracasa estrepitosamente. Un día comenzó a sonar “Wouldn’t it be nice”. Se aproximaba una temporada de amor. Me gusta mucho esa canción. Es más, siendo una canción de apariencia jovial pero con una carga soterrada de melancolía brutal, es de las que, más que gustarme, me conmueve. Y tal y como sonaba me iba ensimismando. Y recordaba aquel documental. Pensaba en aquella gente, en aquella ciudad. Pensaba en la frialdad del capitalismo, en la crueldad de los números, en la deshumanización del mundo. Y cada vez estaba más circunspecto. Más cariacontecido. Y la canción seguía, hasta que llega el momento en que cambia, esa parte en la que la letra dice -maybe if we think and wish and hope and pray it might come true. Y sigue. Y entonces los Wilson deberían decir –we could be married. Pero no. Surgiendo de no sé dónde de mi mente apareció Bob Esponja y cantó –vivir como Larry. Y a hacer puñetas la circunspección. A hacer puñetas la frialdad del capitalismo. A hacer puñetas la deshumanización del mundo. A hacer puñetas la melancolía soterrada y a hacer puñetas “Wouldn’t it be nice”. Vivir como Larry. ¿Por qué, Bob? ¿Por qué?
miércoles, 5 de febrero de 2014
Lepidóptera ipomoea batatas
El dibujo está extraído del cuaderno de campo de una niña de siete años a la cual no sé si calificar como bióloga, como entomóloga o como artista. El dibujo representa una especie descubierta por ella a la que ha bautizado como Mariposa Boniato, en su variedad, como quiere dejar bien claro, de Ojos Saltones. Una de las peculiaridades de dicha mariposa es que no sólo vuela sino que también camina. ¿De verdad? Pues claro. Anda más que vuela. Y la he dibujado mostrando toda su calvicie. ¿Es calva la Mariposa Boniato? Calvísima. No tiene ningún pelo.
Aparte de por las mariposas tiene también obsesión por los dinosaurios Le preocupa mucho, si se encontrase con alguno, el nombre que le pondría. No te vas a encontrar con ninguno. ¿Por qué? Mira, te voy a contar un chiste que leí no hace mucho. Un chiste ruso. No te vas a encontrar con ningún dinosaurio porque se extinguieron, ¿y sabes por qué se extinguieron? ¿No? Pues porque eran dinosaurios. Fin. (Sí, es un chiste). No se rio. ¿Tú crees que García López sería un buen nombre para un dinosaurio? Sería perfecto. Es que soy la mejor poniendo nombres.
sábado, 1 de febrero de 2014
Luis
En el año setenta y dos mi hermano y yo empezamos a ir de casa al colegio y viceversa en el autocar de la ruta escolar. El conductor de aquel autobús se llamaba Emilio y era un colchonero furibundo, tanto que decía que no dejaba subir a niños que no fuesen del Atlético de Madrid. Mi hermano y yo, por aquello de no discutir, porque no sabíamos llegar hasta casa andando y porque, aunque eso lo supimos después, lo llevábamos en la sangre a pesar del carácter merengón de nuestros padres, abrazamos el colchonerismo y hasta hoy y lo que nos queda.
Nos hicimos del Atleti y empezamos a tomar partido por los jugadores. Nosotros éramos de Ufarte. También éramos un poco de Gárate, pero sobre todo de Ufarte. En el Atleti de aquella época estaban también Adelardo y Luis Aragonés, pero estos no nos llamaban la atención. Y mira que, sobre todo Luis, tenían mucho carácter, pero no. No nos sentíamos identificados con ellos.
Ha muerto Luis Aragonés. Me ha sorprendido. No sabía que estaba enfermo. Y me ha impresionado. Quieras que no, Luis Aragonés ha estado presente de manera casi constante desde aquel año setenta y dos hasta hoy. Nunca, como cuando éramos niños, me sentí excesivamente identificado con él. Su carácter y sus peculiaridades no lo convertían en un personaje especialmente entrañable (hoy en el Calderón las banderas están a media asta, pero el Frente Atlético se dejó la voz innumerables veces cantando –Luis Aragonés, qué borracho es) pero, como hubiesen dicho Roosevelt o Kissinger, era nuestro hijo de puta. Y hoy siento que ha muerto uno de los nuestros. Y al escuchar la noticia de su muerte, tras los primeros instantes de impresión, dos han sido los momentos, momentos muy especiales, que enseguida se me han venido a la mente.
Quince de mayo de mil novecientos setenta y cuatro. Estadio Heysel de Bruselas. Final de la Copa de Europa. Juegan el Bayern de Munich y el Atlético de Madrid. Es el Bayern de los Maier, Breitner, Beckenbauer, Hoeness y Torpedo Müller. El partido termina con empate a cero. Prórroga. En la misma Luis Aragonés marca de falta directa. Aquel pudo ser el gol de nuestra vida. Aquel pudo ser el mejor recuerdo de nuestra historia futbolera. No lo fue. Por desgracia las prórrogas duran treinta minutos, no veintinueve minutos y medio. Si –pudo ser- es la frase más triste, nunca jamás fue tan triste. Nunca.
Pero de lo que pudo ser a lo que fue. Veintisiete de junio de mil novecientos noventa y dos. Final de la Copa del Rey. Estadio Santiago Bernabéu. Juegan el Real Madrid contra el Atlético de Madrid. Luis Aragonés es nuestro entrenador. Ganamos dos a cero, con goles de Schuster y de Futre. Pero antes del comienzo del partido, antes de que saltasen los jugadores al campo, en la charla en el vestuario…bueno, en este enlace está mucho mejor contado de lo que yo pudiese hacerlo.
Descanse en paz. Y gracias.
Nos hicimos del Atleti y empezamos a tomar partido por los jugadores. Nosotros éramos de Ufarte. También éramos un poco de Gárate, pero sobre todo de Ufarte. En el Atleti de aquella época estaban también Adelardo y Luis Aragonés, pero estos no nos llamaban la atención. Y mira que, sobre todo Luis, tenían mucho carácter, pero no. No nos sentíamos identificados con ellos.
Ha muerto Luis Aragonés. Me ha sorprendido. No sabía que estaba enfermo. Y me ha impresionado. Quieras que no, Luis Aragonés ha estado presente de manera casi constante desde aquel año setenta y dos hasta hoy. Nunca, como cuando éramos niños, me sentí excesivamente identificado con él. Su carácter y sus peculiaridades no lo convertían en un personaje especialmente entrañable (hoy en el Calderón las banderas están a media asta, pero el Frente Atlético se dejó la voz innumerables veces cantando –Luis Aragonés, qué borracho es) pero, como hubiesen dicho Roosevelt o Kissinger, era nuestro hijo de puta. Y hoy siento que ha muerto uno de los nuestros. Y al escuchar la noticia de su muerte, tras los primeros instantes de impresión, dos han sido los momentos, momentos muy especiales, que enseguida se me han venido a la mente.
Quince de mayo de mil novecientos setenta y cuatro. Estadio Heysel de Bruselas. Final de la Copa de Europa. Juegan el Bayern de Munich y el Atlético de Madrid. Es el Bayern de los Maier, Breitner, Beckenbauer, Hoeness y Torpedo Müller. El partido termina con empate a cero. Prórroga. En la misma Luis Aragonés marca de falta directa. Aquel pudo ser el gol de nuestra vida. Aquel pudo ser el mejor recuerdo de nuestra historia futbolera. No lo fue. Por desgracia las prórrogas duran treinta minutos, no veintinueve minutos y medio. Si –pudo ser- es la frase más triste, nunca jamás fue tan triste. Nunca.
Pero de lo que pudo ser a lo que fue. Veintisiete de junio de mil novecientos noventa y dos. Final de la Copa del Rey. Estadio Santiago Bernabéu. Juegan el Real Madrid contra el Atlético de Madrid. Luis Aragonés es nuestro entrenador. Ganamos dos a cero, con goles de Schuster y de Futre. Pero antes del comienzo del partido, antes de que saltasen los jugadores al campo, en la charla en el vestuario…bueno, en este enlace está mucho mejor contado de lo que yo pudiese hacerlo.
Descanse en paz. Y gracias.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)