miércoles, 29 de junio de 2022

Ella

Los chavales ahora se pasan la vida graduándose. Una costumbre adquirida que se ha agarrado bien. Una graduación, como espectador hablo (y este año hemos tenido dos), es un acto donde sólo hay dos sentimientos posibles: la emoción y la vergüenza ajena. No caben más. Cuando son pequeños, más de lo primero que de lo segundo. Cuando se hacen mayores, debiera estar permitido el alcohol u otras sustancias para poder soportarlo. O un subfusil.

Y ya que se gradúan, tendrán que celebrarlo. Y se van de fiesta. Aquí no hay baile. Sí hay discotecas. Y macrofiestas. Mi hija estuvo en una de ésas. No le gustó. Multitud de adolescentes de quince y dieciséis años borrachos hacinados en un local (donde el alcohol no está permitido. El viaje en autobús ya fue un espectáculo) a cuarenta grados no fue de su agrado. Me alegro. Se sentó fuera con sus amigos y ahí estuvo charlando. Hasta que empezó a sonar “Gimme! Gimme! Gimme!”. Entonces entró y bailó. No sólo eso. Me escribió un mensaje que decía –papá, está sonando Abba. Los lazos paterno filiales son normalmente solidos. Si encima están sellados por Abba, indisolubles.

Al día siguiente nos estuvo contando a Ana y a mí la noche anterior. De repente se va y vuelve con una petaca. -¿Y eso? –No la quiero. La compramos para pasar alcohol a la discoteca, pero ya no la necesito. Igual a vosotros os viene bien. Queda ginebra y no la voy a tirar. Seguro que os la bebéis.

Ana y yo con la boca abierta. Por una parte, tratando de reaccionar para reprenderla por haber cometido un acto legal y moralmente reprobable. Por otro, estupefactos ante la naturalidad y la confianza de nuestra hija con nosotros. Aún seguimos con la boca abierta. Aún no hemos reaccionado. 

Aquella tarde se sentó y se puso a dibujar. Adjunto uno de los dibujos que hizo.


¿Alguna vez he contado todo lo que mi hija me fascina?

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