sábado, 12 de abril de 2014

Porque lo somos


Cuando le dije a mi crío que me había inscrito a la media maratón de Madrid, al instante me preguntó la fecha. Se fue. Volvió.

-Ese fin de semana el Atleti juega en casa contra el Villarreal.
-Si el partido es a buena hora, vamos.

Desde aquel momento no creo que pasase un día en el que mi hijo no comprobase si había salido ya la hora del partido, hasta que, por fin:

-Jugamos el sábado a las cuatro de la tarde.
-Vamos.

Compramos las entradas por internet. Y casi. No encontrábamos dos sitios juntos. Al final, dos asientos. Uno encima del otro.

Sábado. Por la mañana me fui hasta la Casa de Campo a recoger el dorsal. A la vuelta había quedado con mi amigo JMY. Serían las doce cuando me sonó el teléfono. Era mi hijo.

-¿Dónde estás?
-En el Retiro. ¿Por qué?
-No se te olvide que tenemos que ir al fútbol.
-No se me olvida. Y no te preocupes que a la tres estaremos en el Calderón.

Aún me llamó otra vez más esa mañana. Estaba nervioso. Llegué a casa a las dos menos cuarto. Me esperaba de mal humor y con la camiseta del Atleti puesta. Esto último no era sorpresa pues lo primero que hizo aquella mañana fue ponérsela. Comí a la carrera, cogí la bufanda, la camiseta, la merienda y salimos disparados. He de decir que yo llevaba mi camiseta dentro de una bolsa. Algo de apuro me daba ir con ella puesta por la calle. Llegamos al andén y por allí ya vimos unas cuantas camisetas rojiblancas. Y en el tren muchas más. Se me fue la vergüenza y me la puse. Llegamos a Pirámides y, a partir de allí, la marea rojiblanca era espectacular. Comenzamos a andar y, enseguida:

-¡Mira, papá! ¡El Calderón!

Allí estaba. ¿Es bonito? ¿Es feo? Es fabuloso. No eran las tres todavía. Le comenté a mi crío que nos íbamos a dar una vuelta alrededor del estadio, para ver el ambiente.

-No, vamos dentro.
-Tranquilo, que no te van a quitar el sitio.
-Dentro.
-Mira que eres impaciente.

Y para dentro que nos fuimos. Subimos las escaleras hasta que llegamos a nuestra entrada. Nos asomamos. La cara de mi crío, como en el anuncio, no tenía precio. Y la mía tampoco. Yo miré hacia dentro con los ojos de mi crío. Y también con los míos. Y no sólo porque, como ya he contado más de una vez, sólo con ver el césped de un estadio ya tengo la sensación de que la entrada está pagada, de que todo lo que venga a partir de entonces es un regalo. Realmente ésta ha sido la cuarta vez que he ido al Calderón. La primera vez fue siendo muy pequeño, junto a mi padre, mi hermano, mis tíos y mis primos, para ver un apasionante partido del filial (que entonces se llamaba Atlético Madrileño) frente al Moscardó. Perdimos cero a dos. La segunda vez fue en el año noventa y cuatro. Estaba yo entonces por Madrid y, un día de verano, engañé a JMY para ir a ver la presentación del equipo. Por allí andaba Jesús Gil vestido como el dueño de un cafetal, Pacho Maturana como entrenador del equipo (y que le duró a Gil lo normal), Caminero recién llegado del Mundial de Estados Unidos como triunfador y un jugador argentino al que acabábamos de fichar del Sevilla de nombre Diego Pablo Simeone y al que apodaban Cholo. Fue divertido, especialmente cuando, al final, jugaron un partidillo entre ellos y el Frente Atlético coreaba –este partido lo vamos a ganar. Y no. Empate a cero. La tercera vez no fue mucho después. Partido de Liga contra el Tenerife. Ganamos tres a uno (Caminero, Geli y Tren Valencia frente al gol de Felipe Miñambres). Fuimos FM y yo y nunca olvidaremos ese partido porque estábamos arriba del todo junto a un altavoz que, a la mínima, emitía la melodiosa canción “I like to move it” a un nivel de sonoridad mil veces por encima del umbral soportable. Todavía nos dura el trastorno. Y veinte años después, volvía al Calderón.

No había un alma. –Nos podíamos haber quedado fuera. –Ya te lo he dicho. –Tengo sed. Me hago pis. Hace calor. Poco a poco empezó a entrar gente. Y más gente. Saltaron los porteros a calentar. Ovación. Algo más tarde, los jugadores. Ovación. El estadio se fue llenando. Mi crío se olvidó del calor y estuvo subiendo y bajando por la grada informándome de los jugadores que calentaban y de lo que hacían. A las cuatro, el estadio estaba a reventar. De las cincuenta mil personas que allí habría, la inmensa mayoría llevaba la camiseta puesta. Un espectáculo. A las cuatro pitó el árbitro. Zarandeé a mi hijo por los hombros. –¡Vamos! Él se volvió y sonrió.

El partido fue lo que fue. Marcamos un gol (a trampas) y, el resto del partido a aguantar. Veníamos de jugar el partido de ida contra el Barcelona de Champions y estábamos fundidos. La segunda parte fue eterna, con el Villarreal acosando y nosotros encerrados. Pensaba –para una vez que vengo al Calderón y estoy deseando que se acabe el partido. Y también pensaba –he venido una vez pero cuenta por cinco. Hay que ver lo largos que pueden llegar a ser noventa minutos en el Calderón. Aún así, fue tremendo, con el Cholo levantando a la grada y el público vociferando para sostener al equipo y amedrentar al rival. Y cuando pitó el árbitro el final la sensación de alivio fue enorme. Y la euforia también.

Luego, el camino a la inversa. Menos camisetas cada vez. Sed. Pis. Hasta que nos quedamos solos. -¿Te lo has pasado bien? –Me sonrió y me dio un abrazo. No me preguntó por qué lo somos. Lo somos. Y punto.

2 comentarios:

SisterBoy dijo...

Al final has ganado, recuerda los tiempos en los que temías que se hubiera vuelto culé.

El Impenitente dijo...

Lo recuerdo perfectamente. Sigue habiendo por casa distintos objetos con el escudo del Barça.

Pero sí, me salí con la mía. Por ahora.